Era leve su mirar. Tenía algo de mar y algo de cielo. Su risa era el río que lava las heridas del alma, así empieza la historia que leí en un sueño.
En mi sueño, el libro no tenía páginas, sino imágenes que danzaban cuando dormía flotando frente a un despeñadero.
El héroe de la historia era un ángel que había perdido sus alas en una lucha contra las sombras que rodeaban mi diario andar por este mundo.
En lugar de alitas, mi ángel, movía sus brazos con gracia cuando se acercaba a mí para contarme sus aventuras.
Él, mi amiguito de mirada azul, tenía una misión harto difícil.
Cada noche tenía que lavar las estrellas para evitar que el amor se diluyera en las casas que visitaba. Pero un día, sucedió lo inesperado: lo sorprendí cuando salía furtivamente por mi ventana. Eran las nueve o las diez de la noche y yo leía los papeles de un trabajo que tenía que presentar al día siguiente.
Cerró la ventana y con una sonrisa que jamás olvidaré, me dijo: “a partir de mañana serás tú quien tenga que salir a lavar las estrellas. Me entregó una cubeta que contenía un polvo extraño y dos pañuelos muy, muy delicados”. Aún conservo sus útiles de trabajo. Con el tiempo descubrí que el polvo eran cenizas, las cenizas de mis seres queridos, y uno de los pañuelos eran mis sueños, mis locuras y esperanzas que nadie o, muy pocos, compartirían. El otro pañuelo contenía la historia de mi vida bordada en punto de cruz.
Hoy, mi amiguito de mirada de mar ha vuelto; sin embargo, su andar es más ligero y él brilla como si tuviese luz propia. Sonrió y me dijo: “nunca, nunca dejes de creer, nunca dejes de soñar, porque sólo así brillarán siempre las estrellas aunque no las laves”.
IN MEMORIAM.