La razón de este texto va más allá de conseguir o no la Copa Oro.
Un torneo, sobra decirlo, hecho a la medida para que México y Estados Unidos, los dos gigantes de Concacaf se instalen en el duelo final y decidan, con orgullo y futbol, no importando el orden de lo que suceda primero, quién ha de quedarse con el trofeo y, sobre todo, con la etiqueta del prócer de la zona.
Sin embargo, sería muy necio negar que más allá de dicha circunstancia, así como lo sufrido de más ante Haití y todo ese tipo de peculiares cuestiones que brotan sin falta en cada edición de este certamen —y que, incluso, resultan necesarias—, México es un justísimo campeón.
Siendo precisos, en lo que respecta al partido celebrado en el Soldier Field de Chicago, pocos cuestionamientos habrían de hacerse al cuerpo técnico que lidera El Tata.
Sin ir más lejos, recuperar la presencia en el once titular, de uno de los principales culpables de este trofeo: Uriel Antuna; y también, seguir dando la voz y liderazgo a jugadores como Luis El Chaka Rodríguez, Edson Álvarez, Jona Dos Santos, Raúl Jiménez y —con estrellita en la frente, por lo realizado esta noche—, Rodolfo Pizarro, futbolistas que, en algún momento, tarde o temprano, deben entender de una maldita vez que la estafeta ya está en sus manos.
Casualmente, si es que en el futbol caben las casualidades y no las causalidades, la jugada decisiva llegó por conducto de tres de ellos: Pizarro, quien se sirvió un tremendísimo paseo en el segundo tiempo; Raúl, con uno de esos lujazos que acostumbra en el área y que lo convirtieron en uno de los MVP de la Premier League en la pasada temporada; y Jonathan, a quien por fin le hizo justicia la Revolución.
Gerardo Martino, partido a partido, amistoso tras amistoso, torneo tras torneo, nos está poniendo muy difícil no creer en El Tatismo. Y no es queja, por supuesto.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.