Si algo mide nuestro carácter en la vida son los infiernos superados, por pequeños que estos sean.

No lo digo yo, lo dice mi terapeuta y aunque en mis textos prefiero citar los sabios proverbios de Cristina, mi abuela, siento que esta frase queda perfecta para describir lo ocurrido este domingo.

Soy un fiel creyente de que las tragedias siempre encuentran la manera de superarse: un bar sin cacahuates, no encontrar una frase con la cual comenzar un texto; el gol que nos arrebata la victoria en los últimos suspiros del partido o enterarte de dicho gol por mensajes de texto. Y no conforme (las  tragedias siempre encuentran la manera de superarse), tener que escribir sobre ello.

Pues todo ello es lo que, tanto La Franja como yo, debimos afrontar; sí, lo hicimos a la distancia, entiendo, pero podría jurar (y no estoy solo), que lo hicimos con el mismo desgaste físico y emocional que semejantes atrocidades envuelven.

Por un lado, los poblanos, quienes se plantaron en el Nemesio Diez con el futbol, la irreverencia y, por supuesto, la tranquilidad que traen consigo las rachas (dos juegos con triunfo es una racha) llenas de victorias y fanfarrias.

Por el otro, su servidor, quien saca dichas conclusiones desde la ignorancia, apenado por el cinismo de confesar que siguió el partido alejado de televisión alguna y apoyado por ocasionales miradas de reojo al teléfono.

La tarea de administrar el foco rojo de la pila durante poco más de noventa minutos, a media carretera, es por decir lo menos, una misión triste, imposible y salvaje; pero no se compara con la de un equipo como Puebla, que tras sumar su séptimo punto consecutivo, de los últimos nueve disputados, en un campo que acostumbra significar un suplicio, afrontará la siguiente jornada, en casa, con la incertidumbre de saber si su gente estará para apoyarlos.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.