Es que, miren, no es nada sensato. Que miles de personas se pongan en las calles por las que van a pasar media docena de toros bravos y una cantidad igual de voluminosos cabestros a toda carrera y sin otra defensa que la buena suerte, es una soberana y preciosa locura. La de blanco y rojo es la fiesta más delirante que hay en el mundo. En esencia, los seres humanos somos festivos y amamos los ritos, y en los sanfermines las dos cosas se conjuntan. La fiesta es el gran afluente de un río mayor que es el rito. Eso es Pamplona y ese río corre crecido e impetuoso por las calles del casco viejo. Desde el disparo del chupinazo hasta el cántico del “Pobre de mí”, no hay una celebración en el mundo tan jubilosa, completa y emocionante como esta. Quizá por ser tan auténtica, embriagante y frenética, el peligro de la muerte tiene tanta cabida en ella. Como dijo Nietzsche: “La fiesta no quiere trascendencia, sino plenificar gozosamente el instante”.

Además de la fiesta en las calles, el programa de los sanfermines incluye procesiones religiosas, conciertos, festivales folclóricos, desfiles  de gigantes y cabezudos, competencias deportivas, desde luego, un torneo de jai alai, una novillada, una corrida de rejones para la villamelonada -recibo la avalancha de recordatorios a mi mater-, ocho corridas con torazos tamaño trasatlántico y por supuesto, “eigth runnings of the Bulls”.

Lo escribo en inglés porque los hablantes del idioma sajón dicen que es la lengua universal. ¡Ah! ¿sí?, que se esperen al año 2050 en que el español será la segunda lengua más hablada del mundo, en primer lugar, sin que los vaya a derrocar nadie, seguirán los takatakas. Por tanto, habiendo corredores de todo el mundo hay que emplear el lenguaje universal vigente.

Asiduos a correr los encierros pamplonicas los hay japoneses, africanos, suecos, estadounidenses, australianos y de muchas naciones más; hombres, mujeres, miembros de la comunidad LGBT más la letra que agreguen esta semana, jovenes, ancianos, gente de todas las profesiones del mundo. Y cada año, la cantidad se acrecienta. Eso es muy bueno por el bien del toro bravo, porque si un día malhabido se prohíben las corridas de toros, los encierros en Pamplona seguirán viento en popa. Es que la imbecilidad contemporánea no tiene límites, está muy bien el rito de correr con la manada, porque en la carrera salen lastimados y, de vez en cuando, muertos, los seres humanos, pero nunca los toros.

La fiesta es el prototipo de la diversidad mundana. Las comunidades manifiestan la raíz que caracteriza a su cultura en sus fiestas. La de Pamplona es la más bella del mundo, abigarrada, multitudinaria, jubilosa, conmovedora, llena de tradición. La fiesta y el rito son determinantes en la cultura española.

El que esto firma tiene su rito con respecto al ritual navarro. Cada madrugada del siete al catorce de julio me despierto a ver la transmisión que hace Televisión Española de los encierros. Y parte de mi liturgia es decirme que un día iré a Pamplona y correré los toros. Lo haré en la calle Santo Domingo de recibo, al fin, si aprieta el miedo queda el recurso de tirarse al suelo, allí, pasan veloces y casi nunca se devuelve un toro. Otras veces, más temerario, pienso hacerlo en Estafeta en medio de la vorágine buscando plantarle cara a un toro; nunca cerca del túnel de la plaza de La Misericordia. Luego, vuelvo a la cama y la antífona del sueño es que cierro los ojos pensando si ese día, de verdad tendré los cojones y la cara de hombre para hacerlo.