Creo que ya les he comentado la veneración que siento por ese toro.

“Zanahorio” me dio uno de los mejores recuerdos en mi vida de aficionado. Era una mañana azul y verde que ponía un marco grandioso al campo bravo queretano; por su parte, los pájaros celebraban una juerga celestial y el sol pintaba de luz la circunferencia de la placita de tientas.

El novillo salió con muchas patas y remataba en los burladeros. Luis Francisco Luna, se desprendió de la tronera y después de unos lances de tanteo, la emprendió a verónicas que el toro tomaba como un jaguar. Se revolvía en un palmo, tornaba disparado como una flecha y acomodaba la cabeza con estilo de maestro.

En la faena de muleta refrendó la conferencia magistral de bravura. Incansable, acometía por el lado derecho tomando los largos muletazos. Cuando su lidiador lo sometió por el otro lado, también demostró buen estilo en los naturales. Repitió cien veces y tenía el hocico cerrado. Su emotividad me sumergió en un estado de gracia y a la vez, de tremenda tensión, el que lo estaba toreando era mi hijo y en ese punto, la perspectiva del toreo cambia totalmente. Dentro de las emociones y conforme avanzaba la faena, nació y empezó a crecer en mi un sentimiento de enorme gratitud hacia “Zanahorio”, que después se transformó en un cariño entrañable, porque esas efusiones también caben dentro de la grandeza del toreo y son muy difíciles de explicar a aquellos que cierran su mente en un sólo pensamiento, el de que si en verdad quieres a los bovinos, para qué los lastimas. No comprenden que los grandes amores siempre dejan el corazón sangrando, no saben que las verdaderas pasiones están envueltas en papel de solemnidades mayores.

Desde luego, “Zanahorio” se quedó a padrear en la ganadería de Lecumberri Hermanos que desde hace pocos días pasta en Campeche. Por el cariño que le guardo a su toro, don Gabriel Lecumberri tiene la gentileza de mantenerme al tanto respecto de la vida de “Zanahorio” y por ello, esta semana, mandó videos del desembarco del precioso castaño, que al día de hoy, es un pavo con toda la barba. “Bajo con un humor de perros” dice el mensaje.

Allá en tierra tropical ha comenzado una vida nueva, pero es que, donde realmente pasta “Zanahorio” es en mi memoria y en mi corazón. Él es mi toro de la esperanza, el que me hace volver a la plaza en busca de otros zanahorios, que casi nunca salen. Sin embargo, un aficionado nunca descarta la posibilidad de que en la tarde, cualquier tarde, embista un toro grandioso, un toro de bandera de los que pueden resucitar el toreo en unos minutos. Esa ilusión me hace subir al coche y manejar kilómetros pensando en ese momento maravilloso en que te das cuenta que sobre la arena hay un toro de verdad  con sus buenos pitacos, gran trapío y fiereza de tejón. Si eso lo combinas con que se encuentre con un buen torero, aunque sepas que de esa estirpe de coletas ya casi no quedan, todo es posible. Si eso pasa, entonces, se renueva el estado de gozo que perdiste en otras muchas corridas de pantomima y en la noche, te vas a la cama sabiendo que has presenciado uno de los espectáculos más hermosos que puede regalarte la vida. Y por la mañana, te levantas emocionado y lúcido, y cuando sales de la regadera, con la toalla le pegas una media verónica antológica a ese morito de tus sueños que viste el día anterior.

Los toros como “Zanahorio”, es decir, los auténticamente bravos, nobles, codiciosos y alegres, cada vez se alejan más de la ciudad de México -espero que capten toda la mala leche de este comentario-. Es triste, porque dentro del cajón se llevan con ellos lo que de verdad es imprescindible en el toreo, me refiero a esas características que hacen la diferencia trascendental entre lo que es acudir a la plaza a divertirse y salir como si nada, de lo que es ir a emocionarse hasta el agotamiento, hasta sentir el alma magullada.