Asusta y da rabia, por lo menos a mí me atasca comprobar la bajeza que puede alcanzar la mezquindad humana. Es que las ocurrencias de los imbéciles alcanzan tamaños desproporcionados.
La semana pasada, España vivió lo más sangriento de la temporada taurina. El primer herido fue Gonzalo Caballero. En la plaza de Las Ventas, el toro le quitó los pies del suelo al entrar a matar, metiéndole el pitón en la ingle y ¡zas!, la safena quedó hecha cisco y la sangre manaba a borbotones por un boquete por el que también se le escapaba la vida. Después, en Zaragoza, el subalterno Mariano de la Viña se ha llevado un arropón espeluznante. El toro no sólo le pegó el tremendo tabaco, sino que además, se ensañó fieramente con el torero caído y le ha propinado una ensalada de golpes y cornadas que lo dejaron casi muerto en la arena; a la enfermería llegó en estado “cataclísmico”, según opinaron los eminentes médicos Val-Carreres y García Padrós, que al día de hoy, siguen desvelándose por salvarle la vida. Este trance aconteció en Zaragoza, en donde también fue prendido el matador Miguel Ángel Perera llevándose una hondonada de más de veinte centímetros en el muslo izquierdo.
A lo que voy, es que la parte desnaturalizada de la sociedad contemporánea sigue y propaga en redes sociales, escaparate de la estulticia mundana, cualquier cantidad de ofensas y desbarres. La canallada se ceba con los caídos en la arena publicando frases que, de verdad, hacen que uno lamente pertenecer a una especie que puede verse así de despreciable: “Asesinos, que no se recuperen nunca”, clama un mala bestia. “Ojalá, se mueran pronto” desea otro ganso. “Qué se mueran todos. Con el tiempo se van e extinguir, asesinos”, demanda un mentecato y, sí, en parte, tiene razón, con el tiempo, nos extinguiremos todos, los antis y los taurinos.
No, no estoy defendiendo a la tauromaquia. Me da igual saber quién tiene la razón, si los que se oponen a las corridas o nosotros que las amamos. Estoy en esa sosiega fase de la vida en que ya no quiero perder mi tiempo haciendo lo que no me gusta y parte de ello, es pretender convencer a alguien acerca de la pertinencia de la tauromaquia. Las corridas son un acontecimiento anacrónico y vivirán lo que tengan que vivir, que, ojalá, sea mucho. Lo mismo deseo a los toreros caídos.
A lo que me opongo rotundamente, es al disparate de atentar contra otro que no se puede defender, porque está herido y porque las redes sociales son la plaza pública ideal para el linchamiento y la balandronada.
Sin embargo, el Imbécil de Oro, trofeo otorgado al que diga la mayor sandez, considero que debe ser dado al ocurrente que en “twitter” propone que al donar sangre, se pueda condicionar que no sea para un torero. Así, después, mejorando la ocurrencia, otros pedirán que no sea para un aficionado a los toros, luego, ni para un cazador, ni para una mujer que se desangra tras un aborto y agréguenle ustedes, la estupidez no tiene límites: “No aplicar a…” prostitutas, puritanos, fumadores, carnívoros, borrachos, guerrilleros, políticos, miembros del partido opositor, conductores irresponsables, ninis, chairos, socialistas, neoliberales, fascistas, vecinos del pueblo de al lado, americanistas -o “istas” del club de futbol que quieran-, reguetoneros, divorciados, feministas, machistas, cristianos, musulmanes, ateos, sedentarios...
Entonces, si esa necedad progresa, el acto generoso de donar algo de lo más preciado que tenemos con el noble fin de salvar la vida de otro, se convertirá en mezquino instrumento ideológico. Aunque, pensándolo mejor, está muy bien. A ver si de una vez por todas, acabamos con los despropósitos y nos vamos más rápido al carajo todos.