La Franja se despidió de la competencia desde hace mucho tiempo, aunque pareciera que la mayoría de sus jugadores, cuerpo técnico y algunos directivos apenas el viernes pasado se enteraron de ello, pues ante Necaxa, uno de los favoritos para alzarse con el campeonato, brindaron una exhibición futbolística tan conmovedora que en realidad a uno le daban ganas de despedirlos entre aplausos y bofetadas.

Sin embargo, lo realmente importante de todo este ridículo de torneo con final feliz se consagró horas antes, cuando Matías Alustiza anunció —por redes sociales—, que su etapa con el Puebla, ahora sí, había terminado. Un incendio que encontró un bote de gasolina cuando se confirmó que el ídolo no tendría oportunidad de despedirse de la afición (incluida la que lo ama, la que lo alucina y la que ni fu ni fa).

Es curioso pero, a mí, el caso Alustiza me parece una de esas historias de amor que, de tanto perder el tiempo en imaginar lo fantásticas que pudieron ser, jamás sucedieron.

Sería absurdo negar que Alustiza ha sido, no sólo uno de los mejores jugadores en la historia de La Franja, sino también uno de los futbolistas extranjeros más capaces que ha aterrizado en el balompié nacional.

Pero también sería absurdo negar que, excepto esta, su última etapa en la plantilla poblana, en la mente del argentino parecía existir sólo una cosa cuando saltaba al campo: él, él y sólo él.

Matías Alustiza fue lo que más y lo que menos necesitó La Franja para existir: fue amor, nostalgia e indiferencia; fue genio y villano; fue egoísmo y espíritu colectivo; fue quedabienismo con la tribuna y bálsamo; fue —estando en la plantilla y sin estar—, el culpable de los éxitos y fracasos del equipo.

Alustiza fue todo para La Franja, absolutamente todo, excepto lo que nunca quiso ser.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.