Como todo en estos días, la cosa del toreo está hecha trizas. Los portales taurinos son rosarios de desaliento; los ganaderos se preguntan que van a hacer con sus toros; los apoderados no tienen en los bolsillos ni para cigarros; los matadores se aburren echando cuentas de lo perdido y los aficionados ya no soportan el fastidio de tanta feria suspendida. Sin embargo, los tigres de la mercadotecnia nos alumbran con su ingenio. En España, si las autoridades sanitarias prolongan la prohibición de celebrar espectáculos que convoquen a la gente de manera masiva, los de Movistar TV, así como los desesperados dirigentes de la Fundación del Toro de Lidia y de la asociación de empresarios taurinos, plantean que en otoño se celebren corridas de toros a puerta cerrada y televisadas, para rescatar un poco de lo mucho que la tauromaquia ha perdido con la pandemia.
La idea ha sido propuesta por la compañía de televisión que no quiere perder a los abonados inscritos a su canal taurino. Sus directivos argumentan dos puntos principales: que dar corridas aunque sea sin público es algo que conviene a todos y que un año sin toros no sólo perjudicaría muy gravemente la economía de todos los sectores taurinos, sino que además, alejaría a más personas de los edificios taurómacos.
Pero sin espectadores, díganme ustedes ¿quién va a corear los oles y a cantar las loas del “torero, torero”? ¿Quién va a pitar los petardos?, No habrá nadie para protestar una sardina, ni para recordar al ancestro femenino de un torero bribón o de un presidente equivocado. No habrá nadie para llevarse a hombros al artista que alcance la gloria. Con las gradas vacías, ¿Ponce, El Juli y Morante a quién se la van a dar con queso?
Porque todo rito es una función histriónica, el ritual del toreo se asemeja a una obra de teatro. En ella son imprescindibles tres personajes: el toro, el torero y el público, que viene a ser -como en la comedia y la tragedia griega- el coro de esta representación dramática. El morito marca las líneas de acción del argumento; el matador actúa dependiendo de la trama que impone el animal; el público, por su parte, interviene una y otra vez, de dos maneras: Una, obedeciendo un guion que sigue religiosamente, por ejemplo, cuando guarda silencio en cuanto el coleta monta la espada para tirarse a matar. La otra, es espontánea. A su vez, lo puede hacer en comunidad o solitario, por decir algo, cuando el bovino es superior al diestro y algún espectador molesto grita: ¡toro!. Entonces, su voz enardecida parte la lidia en dos y deja en evidencia al incompetente.
El novelista e hispanista Waldo Frank en su libro España virgen, apuntó: “La multitud desempeña el papel principal de la tragedia El hombrecillo de oro no es más que un destello de fuego y el toro sólo una lengua del acto dionisíaco en esta oscura llama de cien mil almas”. Esa es la importancia que el escritor estadounidense asignó a los espectadores de una corrida.
Imagínense la plaza desolada, el clarín da el toque de cuadrillas y en vez del grito emocionado de miles de personas lo que impera es un silencio de camposanto. Tampoco se escucha la voz fusionada con la que siempre nos asombramos -por más curtidos que estemos- cuando los espadas salen al ruedo. Comienza el desfile y suena el pasodoble, en los tendidos no hay más que un silencio de tristeza. Al largar trapo el torero en las verónicas, le responde el silencio. Y si el merengue le quita al matador los pies del suelo, nadie gritará asustado. En el puyazo, silencio, en las banderillas, silencio, en la faena de muleta más silencio y cuando doble un gran toro quién se va a levantar a aplaudir emocionado. El mismo Frank escribió: “A cada gesto del torero, la multitud lanza un terrible rugido y cuanto más silenciosa es la danza del toro y del torero, más vasta es la rugiente respuesta de la muchedumbre”. Es que, paradójicamente, los de la tele no se han dado cuenta que quieren dejar afuera a uno de los tres protagonistas.
También León Felipe en su libro Versos del merolico o del sacamuelas, destaca la importancia del público taurino: “Hemos visto sacar en hombros a un torero de la plaza con todos los honores del héroe. Y todos sabemos que ese mismo torero, puede morir en la arena, al domingo siguiente, de un botellazo en la cabeza”. El público es, por tanto, un personaje imprescindible en el drama del toreo y no, no se concibe una tarde de toros sin el actor colectivo. Alguna vez un maestro del toreo expresó que siempre se torea para alguien, aunque, tratándose de miles de euros, no me cabe la menor duda, los genios de la tele son capaces de poner grabados los sonidos del tendido con pitos y palmas, según lo requieran las circunstancias y la madre que los parió.