Una corrida de toros es un combate a muerte entre un ser humano y un toro bravo. Es una liturgia en donde se sabe que un instante es frontera no sólo entre el triunfo o el fracaso sino, quizá, ente la vida y la muerte. Por ello, los actores le dan a la suerte un papel fundamental.
En la mitología griega, Tique personalizaba la fortuna o el destino. Era la diosa que regía la suerte o la prosperidad. Tanto en las monedas, como en los muros a las entradas de muchas ciudades griegas estaba una representación de Tique como reconocimiento que era ella quien, en forma aleatoria, podía decidir la suerte de un mortal o el destino de una ciudad. En la edad media se le representaba como una mujer ciega que llevaba el cuerno de la abundancia o la rueda de la fortuna.
En el toreo, vinculado desde su origen con la religión católica, los actores se encomiendan a Dios y los taurinos repiten: ¡Qué Dios reparta suerte! Reconociendo que es Él, el responsable de nuestro destino.
José Bergamín decía que hay una importante diferencia entre el toreo y la antigua tragedia griega. Si bien en los dos hay una relación entre un hombre y la fatalidad, en la tragedia griega el hombre es vencido por la fuerza del destino, mientras que en el toreo sucede lo contrario: el hombre burla la muerte y vence al destino.
La palabra suerte viene del latín sortis, que se refería a la tierra destinada al trabajo. Algunas tierras son más fértiles que otras y de ahí su sentido de fortuna y la palabra sorteo.
Consistente con esta idea del destino, el primer acto de la liturgia taurina es un sorteo. En presencia de las autoridades y del ganadero, los matadores –o sus representantes– dejan que Dios –o la fortuna– sea quien determine los toros que se lidiaran esa tarde. Después de acordar los lotes (es decir, acomodar a los toros en pares que respeten el equilibrio), se escribe con parsimonia en papel de fumar cada uno de los números que luce el costillar de los toros de cada lote. Se doblan con mesura y precisión los papeles y se colocan en un sobrero que se tapa y se agita. Sin mirar, los representantes de los toreros van extrayendo, por orden de antigüedad, los papeles correspondientes. ¡La suerte está echada!
La suerte no tiene explicación. Va más allá de la comprensión human, de sistemas racionales, de lógica o estadística. Por ello tiene una naturaleza enigmática. De ahí la superstición o las explicaciones mágicas.
En los toros, también se denominan “suertes” a las acciones que realizan los toreros en el ruedo como lances, banderillas y pases. José Luis Ramón dice que todas las suertes son fundamentales, porque en ellas los toreros ponen su vida en juego. Las suertes son las palabras de cada torero, en ellas va su interior –antes, durante y después de la ejecución– para formar un diálogo con el toro. “Las suertes, ese léxico del torero, están unidas en la lidia por una sintaxis oculta compuesta de un amplio grupo de aspectos técnicos” (Ramón, J.L. “El toreo fundamental”. Edicions Bellaterra, 2015, p.17).
Una faena se culmina con la suerte suprema, que es la muerte del toro. La sabiduría popular reza: “el torero que no hace la cruz se lo lleva el diablo”. Una expresión que explica que al realizar una estocada el torero debe llevar a cabo un acto de fe, de valor y de técnica. “Hacer la cruz”, además del simbolismo cristiano, representa el movimiento de cruzar una mano con la otra, al mismo tiempo que se cruza el pitón después de que el torero ha citado y embarcado al toro. La suerte suprema es el momento de ser o no ser, de matar o morir.
Los seres humanos somos los únicos animales que vivimos conscientes de nuestra propia muerte. Para Fernando Savater, “la realidad de la muerte tiene una doble manifestación: como riesgo permanente y como destino final”. Si en algún lugar se verifica esta premisa es en una corrida de toros. El animal cumple su destino y muere en la plaza, mientras que el hombre, con su astucia y arte, a pesar del riesgo, aplaza a la muerte. Agrega Savater: “La cruda realidad de la muerte brinda así ocasión para que se afirme con plena conciencia la gracia de la vida, esa gracia que sólo puede saborear quien tiene la desgracia de ser moral” (Savater, F. “Tauroética”. Ediciones Turpial, 2011, p.68).