Cuando crees que ya no quedan de esos, de repente volteas hacia Tlaxcala y allí están: grises, negros y a veces, salineros, casi nunca castaños, los miras pastando en los potreros de algunas ganaderías y sobre todo, en la casa madre que está cumpliendo ciento cincuenta años de velar por la casta y la bravura que ha heredado de generación en generación.
Asistir a una corrida de Piedras Negras es hacer un viaje al pasado, a los tiempos en que la presencia del toro causaba respeto y no la conmiseración que se siente con los pupilos de las ganaderías suaves, que de verlos tan envilecidos, uno casi se apunta en las listas del antitaurinismo. Si los nuevos aficionados quieren saber lo que es un toro bravo tienen que ver a los de la divisa roja y negra.
Los toros de Piedras Negras en su estampa y su comportamiento son inconfundibles y conservan la bravura en estado puro, por eso, no es raro que en enero del año 2021 saliera un ejemplar como “Don Lubín” con toda la facha de sus antepasados que se lidiaban a principios del siglo veinte.
El sábado pasado se dio el festejo conmemorativo del centésimo quincuagésimo aniversario de la ganadería de don Marco Antonio González Villa y el encierro fue un lujo. Como siempre, unos más enrazados que otros -cosa lógica y natural- todos los toros salieron con movilidad de la buena, codiciosos e interesantes. Una media docena de animales musculosos con morrillos astracanados, anchos de pecho, con culata, y borlas del rabo hasta el suelo certificando su finura.
Como siempre, la buena suerte estuvo con Diego Silveti al que le cayeron los dos mejores toros, pero ellos no tuvieron la misma fortuna al corresponderles el matador de la dinastía de El Meco, que no los supo aprovechar, sobre todo al tercero de la tarde y lo desperdició con impudicia insistiendo en descargar la suerte de manera exagerada. Al sexto, un toro que por su estampa parecía que había viajado muchas décadas en el tiempo, lo mató a recibir. Un morito con edad y muchos kilos que además, nos regaló el esplendor de un derribo al caballo, escena taurina que ya no vemos porque en las ganaderías comerciales escasea la casta y en ellas, la fuerza ya no existe.
El cárdeno claro corrido en tercer turno fue un toro muy bravo que perseguía el engaño de Silveti metiendo los pitones con magnífico estilo, una agresividad muy manejable, fijeza y mucha clase. Un toro para treparse a los cuernos de la luna y que en fecha tan significativa traía un estandarte anunciando que la bravura piedrenegrina sigue tan viva como hace siglo y medio, pero el torero, como los tiburones del programa de negocios, dijo “yo estoy fuera” y se salió de cacho.
Jerónimo cumplió y Fermín Rivera, con los dos de menor clase, estuvo torerísimo, todo firmeza, técnica y decisión. Dicen que es un diestro frío, pero eso no es cierto. Es un gran matador de toros, lo que pasa es que él se dedica a torear y no a mendigar aplausos con sonrisitas al tendido.
Ciento cincuenta años de la ganadería en las manos de la misma familia son muchos años de resistencia, satisfacciones y desencantos; de alegrías y penas, de anteponer el ideal de toro de la casa a muchas situaciones en contra y también, de ver como algunas veces la casta se desperdicia. Yo lo siento, porque los toros de Piedras Negras son mis toros, como míos son el Huapango de Moncayo y los cuentos de Juan Rulfo, desde luego, no porque sea yo su autor, sino porque son cosas que reverencio y por ello lo consideramos nuestro.
Así que a mi veneración por Piedras Negras me abrazo como un náufrago puede abrazarse a una tabla en la mitad del Océano Pacífico, mientras recordaba que las mansurradas de animalitos olfateando taleguillas, sin intentar siquiera como un chispazo en tirar una cornada y los que por accidente derriban a un matador, lo miran rodarse haciendo la croqueta con más ganas de pedirle disculpas que de arreglarlo a cornadas, en la tarde del sábado que pasó, estaban a miles de kilómetros. Entonces, orgulloso de los toros que admiro como si yo los hubiera criado, le dediqué una sonrisa agradecida al ruedo de la Ranchero Aguilar y muy orondo me largué de la plaza.