Siempre he dicho que las corridas de toros, si se saben ver de modo adecuado, son lecciones de antropología filosófica. Por lo tanto, como pueden ustedes suponer, así las miran muy pocos. Desde el punto de vista de la raíz etimológica, antropología alude a estudios acerca del ser humano, por su parte, el complemento “filosófica”, nos remite a una interpretación del Hombre, hecha por él mismo. En pocas palabras, lo que esta disciplina estudia es el fenómeno humano y se adentra en las profundidades de los comportamientos enigmáticos y paradójicos. El toreo es las dos cosas, enigma y paradoja del comportamiento humano, si no, díganme ustedes el por qué un diestro se queda quieto y con los pies plantados en el suelo ante la muy peligrosa acometida de un toro. La lidia está llena de valores que subliman el acontecer del torero, entre otros, inteligencia, valor, honradez y más; de la misma manera, en ocasiones, se ponen en evidencia sus opuestos. Siendo la tauromaquia una actividad realizada por individuos, conlleva elementos correspondientes a la condición humana, lo bueno y lo malo, lo sublime y lo bajuno, lo bello y lo feo.
Esta vez, me voy a permitir escribir de cosas que sólo le incumben a los involucrados y que han sido ventiladas no sólo en revistas del corazón, que es a donde corresponden, sino también, en los portales de toros y en la sección taurina de los periódicos.
En una actualidad sin corridas, hay que echarle imaginación para escribir un artículo relacionado con el tema. El caso y la cosa es que a Enrique Ponce y a su novia, Ana Soria, les están haciendo la vida de cuadritos. Leo una nota no es reciente, pero da lo mismo en la versión electrónica de un periódico, que dice que la novia del matador abandonó las barreras de la plaza de Granada, hostigada por personas que le gritaban cosas porque consideran que la niña le ha robado el marido a Paloma Cuevas y otros, sin razón, se metían con el torero, exigiendo que se dejara de ternuras y se concentrara en la corrida.
Maestros en el divertidísimo y muy entretenido arte de ver la astilla en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio, algunos asistentes se tomaron el asunto como si fueran hermanos de la señora Cuevas y le gritaron sus tres cositas a la rubia. Libres de toda culpa, lanzaron la piedra clamando a Dios que hiciera justicia. El linchamiento verbal hizo que, harta del vapuleo, Ana Soria se saliera de la plaza, aunque en la calle declaró a los periodistas que se había sentido mareada. Pues, sí, babosos, ahora salgo y les digo que me está llevando el carajo.
Pienso que acosar a Enrique Ponce y a su novia es un atropello infame y una reverenda arbitrariedad de gente que no se acuerda de que en la parte oscura de su corazón, tiene un apartado con el letrero que anuncia “peligro, residuos tóxicos”. La fea intención de adentrarse en vidas privadas también ha afectado a Sebastián Castella y a su mujer, y del mismo modo, a José Tomás y a su esposa.
Así que como pueden ver, en la plaza, en la prensa y en la historia de la tauromaquia, siempre hay una lección de antropología filosófica. La facilidad que tenemos para meternos a donde nadie nos llama, vuelve muy peligroso el creer que siempre somos los buenos de la película y, metiches hasta la infamia, cerrados hasta la estolidez, creemos que tenemos derecho a juzgar a los otros, pretendiendo dar apoyos que nadie está pidiendo. En la plaza de Granada se mezclaron temas del toreo con los de la vida privada. En los tiempos que corren, enigmáticos y paradójicos, no se puede inquirir respeto proclamando que el que esté libre de culpa tire la primera piedra, porque, con culpa o sin ella da igual ya metidos en la faena, los entrometidos le vuelan la cabeza a la rubia, a Ponce y al inspirado que hubiera hecho la propuesta.