Hace unas semanas escribí que ese texto merecía un artículo especial y que lo iba a redactar algún día; aquí me tienen, cumpliendo. Uno debe acatar lo que dice y la palabra tiene que ser impecable, del latín “impecatus”, o sea, sin mancha. Como los rancheros de antes que garantizaban lo dicho atusándose y diciendo: “de a bigote”. Con el gesto y la expresión, se tenía la certeza de que cumplirían a rajatabla, así fuera vender un caballo, robarse una muchacha o partirle la cabeza de un machetazo a un rival, aunque ya no esté de moda y sean muy pocos los que lo hagan, digo, lo del machetazo, lo del robo, y lo de respetar la propia palabra.

Lo que quiero contarles es que un día el gran periodista taurino Alfonso Navalón se enteró de que su nombre aparecía en una chapa bajo la cabeza disecada de un toro que había estoqueado Manuel Benítez El Cordobés y al que el propio torero había mandado poner la placa con el nombre de su crítico más acérrimo. En respuesta, Navalón hizo lo que mejor sabía, se puso a escribir y redactó un artículo a manera de carta que publicó en un periódico y al que dio el título de: “Tengo un perro llamado El Cordobés”.

Alfonso Navalón fue un opinante taurino de los que ha habido pocos. Su pluma era cáustica y severa en la crítica, siempre comprometida con la verdad, características, que como se pueden imaginar, le granjearon enemistades con los protagonistas; a cambio, tenía una gran cantidad de lectores. Sus batallas más encarnizadas las libró contra el perritoro -así los llamaba él-, el toreo con el pico de la muleta y el descargar la suerte. En la actualidad, se moriría con una roca taponándole la vesícula y padeciendo una colitis de partirse de la risa doblado por los electrocólicos de alta tensión.

Cuando casi todos los escritores de toros le hacían el juego al Cordobés, Navalón le recriminaba sus trampas. De ahí, que al diestro de Palma del Río se le ocurrió la puntada de poner la placa que llevaba grabado el vocativo “Navalón” a la cabeza disecada.

La respuesta en carta es de una inteligencia sublime. Empieza llamando al torero “…ínclito ídolo de la España subdesarrollada y personaje de exportación para el mercado typical…” Pero, lo que pareciera sólo iría por los derroteros de la venganza y la agresión virulenta, se sostiene con argumentos inteligentes en el contrataque: “Yo estoy muy contento de saber que honras mi persona hasta el punto de tenerme en tu mundo íntimo. Me halaga saber que entre tus cosas más queridas, a una de ellas le has puesto mi nombre, cosa por otra parte justificadísima porque siempre nos gusta tener algo de lo que admiramos en los demás. Y es lógico que tú admires la honradez de un hombre que hace varios años le rechazó a tu cuñado Insúa un cheque en blanco. Y que a pesar de las amenazas y los atropellos sigue escribiendo que tú eres un payaso vestido de luces”.

Manuel Benítez El Cordobés fue figura del toreo desde novillero; no pisó Las Ventas hasta haberse doctorado, ¿para qué? si con las dos temporadas completas en las filas novilleriles ya era millonario. Fue un torero de melena, irreverente y nada apegado a la ortodoxia. Eran los tiempos en que se consolidaban los Beatles y comenzaban los conciertos multitudinarios, habían asesinado a John F. Kennedy, Martin Luther King pronunció su discurso “Yo tengo un sueño”; la modelo Twiggy se convertía en un ícono de la moda y las chicas empezaban a llevar minifalda. En un tiempo así, El Cordobés convulsionaba al toreo y era lógico que un crítico como Navalón pusiera en el escaparate de la prensa todas las triquiñuelas con las que se desarrollaba la carrera del hoy, quinto califa de Córdoba.

La mordacidad del escritor continua a lo largo de toda la carta: “Te agradezco ese detalle de ponerle mi nombre a una de esas cabezas disecadas. No me ofendo. Ya sabes que los españoles somos muy susceptibles con la cosa de los cuernos. Pero las cabezas de los toros que tú matas no tienen cuernos”.

Al final del texto da la explicación de lo del perro. El animal vivía en la finca de Navalón, cierto o no, cuenta que el pastor le informó que el can no servía porque le tenía miedo a las incursiones nocturnas de los lobos y que no cuidaba el rebaño. Entonces, el escritor decidió regalarlo a su cuñada. En la ciudad, el canino resultó ser un valiente con los gatos y los ratones. Se asustaba con el lobo, que en una analogía podrían ser los toros de Pablo Romero o del Conde de la Corte, pero sí les salía muy sobrado a mininos y roedores que vendrían a ser los medios toros de encastes noblotes que mataba El Cordobés, y además, dice en la carta que el perro era muy simpático, por lo que  se le ocurrió que bien podría llamarse “El Cordobés”: “Yo te hice siempre justicia en este aspecto. De ti se podría decir muchas cosas. Pero nadie negará que eres un tío listo y un tío simpático. Mi perro resultó listo porque en vez de andar peleándose con el lobo en las noches de invierno consiguió vivir plácidamente haciendo gracias a costa de los gatos. Y se lo pasa tan ricamente”.

La carta de Navalón deja las cosas en equilibrio. La cierra con un “Espero te sientas halagado con mi gentileza […] ¡Vaya mi perro por tu cabeza!”. Sutilezas, nada de palabras altisonantes y peyorativas, encaje de bolillos para envolver los insultos que como dardos envenenados se clavan en la sensibilidad del contrincante. En el presente, no alcanza la jauría de un lord inglés cazador de zorros, para bautizarlos con los nombres de los que torean con el pico, descargan la suerte y matan “perritoros”.