No sé por qué pensé que los tiempos tan difíciles que estamos viviendo en el ámbito del toreo, nos servirían de escarmiento y que las cosas cambiarían para bien. Supuse que después de las cancelaciones de las ferias más importantes del mundo, haríamos conciencia y que encerrados reflexionaríamos acerca de lo que hicimos mal, para volver renovados a recobrar nuestra tradición. Pero los seres humanos somos duros y no aprendemos. Todavía no termina la pesadilla y ya volvimos a las andadas.
Las corridas que se han dado y las que se anuncian vuelven a ser lo mismo, mejor dicho, en la actualidad, son peores que antes. Con muchas cosas en contra, el toreo, cuajado de banderillas y con el estoque sumido en todo lo alto, se tambalea: las prohibiciones de los espectáculos públicos, los embates de los antitaurinos, las declaraciones en contra de la tauromaquia de parte de políticos oportunistas, los muy pocos festejos que se dan con restricciones en la cantidad de entradas vendidas y la casi quiebra total de empresas, ganaderías y las economías de subalternos, ayudas de plaza y otros involucrados, sumando el descubrimiento de los espectadores de ocasión y de los que no habían adoptado una postura ni a favor ni en contra de las corridas, de que se puede vivir sin toros. El asunto está cambiando para mal, empeora. La pandemia ha hecho evidente el nivel de decadencia en el que nos encontrábamos.
Pese a la situación, parece ser que hoy más que nunca, el protagonista que menos interesa es el toro. En lo que va del año, en casi todas las corridas que se han dado, lo que campea son animales jóvenes con apariencia de adultos, recortados de los pitones y seleccionados por pertenecer a casas en las que impera una nobleza asnal. No hemos entendido -ya no lo haremos nunca- que la columna angular del toreo es el animal totémico. Se nos olvidó que la tremenda profundidad de la lidia está fincada en el peligro de muerte que corre el ser humano que se atreve a ponerse delante. Sin ese riesgo no hay emoción y el rito deviene en una parodia. El héroe se convierte en un mequetrefe que adopta poses patanas y que tras su muleta esconde toda una serie de triquiñuelas que lo convierten en un tramposo y en un aprovechado.
Lo que viene adelante son corridas que anuncian a los reyes del destoreo, matando esos toritos posmodernos y con plazas a medio aforo. La ceguera de matadores, apoderados, empresarios, ganaderos y aficionados, les impide ver más allá de sus narices. Sostengo la analogía, es un naufragio y en este tipo de catástrofes el grito tradicional es el de ¡sálvese quien pueda!
Aceptamos quedarnos sin las ferias de San Isidro, de Sevilla de Pamplona, la temporada grande en la Plaza México, los ciclos de Aguascalientes y Guadalajara, y muchas más. Pensamos que sólo sería por una ocasión, parece que no va a ser así, representantes de la empresa de Madrid han declarado que tal vez se podrían dar algunas corridas importantes en… septiembre del año que está por llegar.
Creímos que nos encerraríamos por una temporada pero no más de un año, aunque me doy cuenta de que la idea era muy ingenua; no era posible que en una pandemia nos confináramos sólo por un par de meses. Así, con el horizonte negro, la disyuntiva es clara: o respetamos la edad y los pitones del toro en cada festejo pandémico que se dé, o veremos como la tauromaquia es arrastrada por las mulitas. La grandeza del toreo está cimentada en la verdad y nos quedan los últimos minutos para hacer que las reglas se respeten. Con la emoción volverá la sostenibilidad económica de la fiesta y además, no tendremos que andar inventando argumentos en defensa de lo indefendible.