Para los filósofos de la antigua Grecia, la felicidad consistía en la búsqueda de la excelencia humana. Una de las dimensiones en las que se tenía que alcanzar la virtud era la estética.
A través de la belleza le damos forma al mundo y podemos entender nuestra naturaleza como seres emocionales y espirituales.
Roger Scruton pensaba que la belleza no es un capricho subjetivo, sino una necesidad universal: “Sin ella, la vida es ciertamente un desierto espiritual”.
Las sociedades transmiten ideas y valores a través de distintas concepciones de belleza. Esto puede apreciarse en el diseño de ciudades y de obras arquitectónicas emblemáticas.
En Austria, por ejemplo, durante los últimos años del reinado de Francisco José I se produjo una explosión cultural que convirtió a Viena en la ciudad referente del panorama europeo.
“A cada época su arte, a cada arte su libertad” decían los representantes de la Wiener Sezession (Secesión vienesa), un grupo de artistas con un estilo heterogéneo que pretendían aproximar el arte a todas las manifestaciones posibles de la vida.
Entre ellos estaba Otto Wagner, un creador prolífico y un dibujante extraordinario que proyectó muchos de los edificios que hoy definen a Viena.
Wagner tenía una visión grandiosa de la ciudad del futuro que plasmó en proyectos urbanísticos y en algunos edificios residenciales, como el conjunto de la Majolikahaus.
En México, en el inicio de la década de los cuarentas, Neguib Simón Jalife quiso dejar huella y transformar la Ciudad de México a través de la construcción de una obra magnánima: La ciudad de los deportes.
El empresario de origen libanés compró un predio de más de medio millón de metros cuadrados en las contornos de Mixcoac, para implementar su utopía.
Proyectó la construcción de una plaza de toros, un estadio de futbol, frontones, albercas, boliches, canchas de tenis, arenas de box, restaurantes y cines.
Hace 75 años se inauguró la primera obra del pensamiento onírico de Simón: La Plaza de Toros México.
Un referente que puede verse desde el avión cuando un visitante se aproxima a la capital de México y que ha transformado a miles de personas que, después de las emociones que ahí han vivido, no volvieron a ser los mismos.
En este año que la pandemia no nos permitió celebrar el aniversario con una corrida de toros, la empresa Tauroplaza produjo un documental en el que describieron la construcción de la plaza, el ingenio y el esfuerzo de muchos mexicanos para que, en tiempo récord, pudieran dar vida a un proyecto de tal dimensión.
Las imágenes de cientos de trabajadores cargando sacos de cemento echaron a volar mi imaginación de taurino. Recordé faenas, lances, pares de banderillas, estocadas, aguaceros… Momentos que me han transportado a las más diversas sensaciones.
Entendí entonces lo que dice Roger Scruton en su libro “La estética de la arquitectura”: la trascendencia de una obra arquitectónica no está en la estética de la arquitectura, sino en la filosofía de la percepción.
Para Scruton la experiencia de la arquitectura es imaginaria, no porque no se real, sino porque es la imaginación la que une la sensación con el concepto, es decir, lo que percibimos y lo que conocemos de un edificio.
No cabe duda que la utopía de Neguib Simón le ha dado forma al mundo de muchos de nosotros y nos ha permitido entender nuestra naturaleza como seres emocionales y espirituales.