La pandemia aceleró la digitalización y con ello la sociedad se adentra cada vez más a un mundo virtual. Lo virtual es lo contrario a lo real.
La Real Academia de la Lengua (RAE) define la palabra "virtual" como aquello que está en oposición a lo real, que tiene existencia aparente, mas no real.
Fernando Sánchez Dragó dice que tendencias actuales como la corrección política, el lenguaje inclusivo o el concepto de género forman parte de un mismo fenómeno que propone pasar de lo real a lo virtual.
En algunos países se ha llegado al extremo que alguien puede decidir que es cualquier cosa, por ejemplo una cebra, ir al registro civil y suscribirse como cebra. A partir de ese ejemplo, Sánchez Dragó explica que se confunde el ser, con el querer ser. Lo real, con lo virtual.
La cultura digital es el conjunto de prácticas, costumbres y formas de interacción social que se llevan a cabo a partir de los recursos de la tecnología que crean, presentan, o almacenan información mediante la combinación de bits. Esta cultura ha permeado a las artes.
Se ofrecen recorridos virtuales, por ejemplo, por la Capilla Sixtina en donde un espectador acompañado de música de Sting, puede recrear el proceso de creación de Michelangelo.
En otro ejemplo similar, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza presentó en España una exposición que permitía adentrarse en el interior de lienzos de Vincent van Gogh y sumergirse así, por ejemplo, entre plantas de un jarrón de flores mientras un abejorro volaba por los alrededores.
Surge también un nuevo mercado, el de Non-fungible tokens (NFT) que usan la tecnología de las criptomonedas que, por medio de cadenas de bloques permiten tener un registro confiable sin necesidad de un intermediario o una autoridad central.
Los NFT permiten validar la autenticidad de un bien digital y diferenciarlo de copias que, en cualquier otro sentido, son idénticas al original.
En marzo del 2021 Christie’s subastó una obra digital llamada Everydays: The first 5000 days en un poco más de 69 millones de dólares.
La cultura digital está banalizando las obras de arte. Es una distorsión de la realidad. Venden sonidos, aromas y impresiones recreados con tecnología.
Dejan cada vez menos a la interpretación humana. Los bits eliminan ese proceso comunicativo intrínseco de mensajes emocionales y sentimientos que representaba el arte.
La tecnología es la que provoca las sensaciones y las cadenas de bloque definen lo que es auténtico. Lo sorprendente es que la gente paga por ello.
Mario Vargas Llosa llama frivolidad a tener "una tabla de valores invertidos o desequilibrados en el que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y en la que el gesto y desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas" ("La civilización del espectáculo", p. 51).
Una corrida de toros es lo opuesto a lo virtual. Ahí todo es de verdad. Los olores, la sangre, la muerte son reales, y por eso provocan sensaciones profundas, que marcan, que trascienden.
Quizá por ello el relativismo cultural de la era digital discrimina a la tauromaquia. Pero no sólo a la tauromaquia, también a la religión católica o a cualquier otro fenómeno que vaya en búsqueda de la verdad o de sensaciones reales, auténticas.
El escritor Rubén Amón, después de ver una serie de verónicas de Morante de la Puebla, dice comprender el acoso que vive la tauromaquia: "Tanto se trivializa la definición de la cultura y se desquician sus fronteras, mejor se diferencia la originalidad de los toros como fenómeno incomparable e inimitable" ("El Confidencial", 15 de octubre de 2021).
Y explica que los toros más que cultura, son contracultura. La RAE define contracultura como un movimiento social que rechaza los valores, modos de vida y cultura dominantes.
La tauromaquia es el regreso a la realidad, por eso resulta incómoda. Presenta la muerte ante una sociedad infantilizada.
Lejos de humanizar al animal, lo mitifica. Los toros son una provocación, un atentado contra la frivolidad de la cultura digital.