No es un ejercicio fácil imaginar momentos del mundo sin los conceptos que usamos cotidianamente. Los inicios del siglo pasado fueron un hervidero tal, donde términos como socialismo o genética eran brumosos y vagos.
Si ve un padre de ojos cafés y madre de ojos verdes podrá esperar, con buena probabilidad, un hijo con alguno de esos colores en el iris de sus ojos. Usted está poniendo en términos sencillos las reglas de la transmisión genética. Las características de los progenitores se pasan a los hijos.
Esto era un gran problema para los movimientos políticos y sociales nacidos del marxismo, que postulaban que el ser humano era moldeable más allá de lo que impusiera la herencia genética. Aceptar que nuestra procedencia determina nuestro futuro choca de frente con los principios del proletariado.
Opuesta a la teoría de recibir rasgos por genética existía la visión de transmitir características por el trabajo en vida. Si el progenitor era leñador y obtenía musculatura por ello, su hijo recibiría las particularidades. Cosa que ahora sabemos no es cierto. Antes también lo suponían, pero políticamente era redituable.
Por estas razones el camarada Stalin impulsó grandemente al ingeniero agrónomo Trofim Lysenko, cuyo apellido dio pie a un movimiento agropecuario llamado lysenkismo.
Lysenko tenía popularidad por su origen y sencillez al vivir, lo conocían como el científico descalzo. Sin embargo, su gran éxito fueron sus “descubrimientos” científicos: abonar el terreno sin usar fertilizantes minerales o abonos, crecer chícharos durante el invierno en los grandes fríos del Cáucaso, y en general producir grandes cantidades de alimentos sin las perversas técnicas del occidente.
Una de sus teorías era plantar lo más cerca posible los cultivos, puesto que las plantas de diferentes clases no competirían entre ellas. Frutas no competirían con pastos ni granos ni ellas con tubérculos o vegetales.
Los resultados fueron las peores hambrunas de la historia soviética, donde rechazar los genes llevó a millones de muertos por carestías, así como la purga de los científicos que intentaron frenarlo. Purgas de las buenas, donde te mandaban a Siberia.
En México tenemos un paladín similar en la figura del subsecretario de autosuficiencia alimentaria, Víctor Suárez, quien podría entrar a la historia nacional como la persona que derrumbó la alimentación mexicana a través de su visión de “agroecología”.
No han sido pocos los esfuerzos en días pasados para colar falsas narrativas. Con gran pompa ha comenzado una mediática carrera para afirmar que “él” ha logrado desmontar la mentira del necesario uso de pesticidas, herbicidas y fertilizantes sintéticos para lograr la producción alimentaria para alimentar 130 millones.
Las otras naciones que adoptaron estas ideas radicalmente equivocadas fueron Polonia, China, Alemania del Este y Checoslovaquia, naciones que dinamitaron sus capacidades alimentarias al poner de rodillas a la ciencia agrícola contra la política. México no aprende de sus pasos, y por ello no entendemos nuestro caminar.