En todas las artes el disfrute aumenta con el conocimiento que se tenga del arte mismo. Así lo explica Ernest Hemingway en el tratado taurino Death in the Afternoon ("Muerte en la tarde") que publicó en su primera edición en 1932. 

Para introducir al público americano, no familiarizado con las corridas de toros, Hemingway hace una comparación del vino con la tauromaquia.  

La comparación empieza con prejuicios morales. Los puritanos tienden a cuestionarse sobre si es correcto matar a un toro o tomar vino. Hemingway propone despojarse de juicios morales y dejarse llevar por los sentidos. Es decir, no preocuparse por lo que la persona cree que debe sentir, sino experimentar y apreciar la percepción sensorial.

El escritor norteamericano afirma que tanto el vino como los toros son una de las cosas más civilizadas del mundo. Algo de la naturaleza que se ha llevado a la perfección para ofrecer los mayores placeres sensoriales. Para ello, hay que aprender de vinos y de toros, y desarrollar una educación sensorial. 

El disfrute y la apreciación del vino aumenta con el conocimiento, pero es necesario educar al paladar, lo que solo se consigue probando vino y más vino, aunque esto puede tener consecuencias negativas en el riñón.

La ironía para Hemingway es que, después de años de probar, probablemente se alcance la mayor sabiduría cuando los médicos nos hayan prohibido por completo su consumo.

Decidí seguir la recomendación de Hemingway de profundizar en el arte de la vinicultura y aproveché unas breves vacaciones para viajar al Valle de Guadalupe en Baja California. Pero antes de contar mi experiencia, continuo con las analogías entre el vino y los toros.

Un conocimiento y una educación sensorial crecientes pueden derivar tanto de un disfrute infinito del vino, como hacer que el goce de una corrida de toros puede llegar a ser la mayor de las pasiones. Para descubrirlo –dice Hemingway– hay que tomar vino e ir a los toros.

Al principio gustan los vinos dulces, de preferencia blancos y espumosos. Atraen las marcas y lo vistoso de las etiquetas. Conforme el paladar se vuelve más educado, se apreciará el champán seco y los vinos tintos, cada vez más secos y complejos, hasta llegar a disfrutar un Gran cru de Burdeos. 

En una corrida de toros, a principio atrae lo pinturesco del paseíllo, el color de los trajes, lo vistoso de unos faroles y molinetes, la aparente valentía de un torero poniendo la mano en el testuz del toro o acercándose a los cuernos. 

Hemingway dice que la experiencia hace que el aficionado aprecie la honestidad y la verdad, no los engaños de algunas suertes, sino la emoción, el clasicismo y la pureza. Al igual que con los vinos, mientras más se entiende de toros, menos se busca lo dulce y más lo seco auténtico.

Recorriendo viñedos del Valle de Guadalupe y platicando con sus dueños y con algunos enólogos, encontré otras similitudes entre la tauromaquia y el cultivo de vinos.

Los dos son artes milenarios cuya evolución viene de la convivencia con la naturaleza, pero también de la meticulosa observación y corrección en base a prueba y error. Romanticismo aderezado de ciencia y técnica.

No basta tener los mejores insumos –vides, tierras, agua, o reatas– son las decisiones de los enólogos y ganaderos las que producen los resultados que rayan en la perfección que mencionaba Hemingway.

Campos llenos de olivos que del viento protegen a las vides, algunos con rosales para atraer la fotosíntesis y la combinación de olores y sabores que hará de ese cultivo algo único. Sorprende la belleza de los paisajes del Valle de Guadalupe en donde, en medio de la nada, se descubren inversiones millonarias en forma de restaurantes, hoteles y, sobre todo, bodegas vitivinícolas.

Al igual que pasa con las ganaderías de bravo, los propietarios no buscan la rentabilidad, sino el desarrollo de una cultura.

Vino y toros, como bien lo decía Hemingway, son artes donde el ser humano busca la perfección para provocar el mayor deleite sensorial posible.