El gobernador de Puebla —Sergio Salomón— anunciaba con certeza de visionario que la entidad contará con el sistema de videovigilancia más extenso en su historia. En paralelo, el presidente municipal capitalino, Pepe Chedraui, en su evento de investidura, no tardaba en subirse al tren digital con un acuerdo pre-pactado: conectar las más 800 cámaras de Oxxo’s al sistema de videovigilancia gubernamental. Nada escaparía ya a la lente omnipresente.

Los poblanos no lo sabemos, pero vivimos —de acuerdo a múltiples estudios— en la ciudad más videovigilada de América Latina. ¿Usted lo siente?

Hay más de 15 mil cámaras repartidas por la capital. Un número menor que las 24 mil de Guadalajara o las 80 mil de CDMX, aunque aquí en una proporción más alta: 4.53 cámaras por cada mil habitantes. La Ciudad de México, por ejemplo, se diluye en 3.5.

Aun así, Puebla sigue siendo un aprendiz tímido en el juego del control total. En Taiyuan, China, operan 117 cámaras por cada mil habitantes. No es casualidad: de las 20 ciudades más vigiladas del mundo, 18 se encuentran en territorio chino. El régimen ha perfeccionado el arte del panóptico, combinando vigilancia y calificación ciudadana en un ballet distópico de obediencia.

Ahí la vigilancia no es un lujo, sino un régimen. China lidera la lista de las ciudades más vigiladas, porque allá la cámara no es solo un ojo; es un juez. Califica y etiqueta a cada persona según su comportamiento, como un guardián sin alma que decide si eres apto para tomar el tren o para quedarte en casa. Este número, que podría llamar «ranking social» llega a determinar la posibilidad de tomar un taxi o adquirir un crédito hipotecario.

En teoría, la vigilancia debería ser un intercambio justo. Renunciamos a nuestra privacidad y libertad a cambio de paz y seguridad. En China es el extremo, la tecnología permitió el estado totalitario socialista que añoraban los soviets, aderezado con un régimen capitalista dentro de un mercado estatista.

Pero en México ni siquiera tenemos esa opción. En Puebla nuestro modelo es menos sofisticado y más chambón. Aquí, la pirinola siempre cae en «todos pierden». Vivimos lo peor de dos mundos: un estado primitivo que no evoluciona más allá del garrote, en un entorno inundado de gadgets hipertecnológicos.

Un celular capaz de realizar todas las operaciones de la humanidad en un instante, tomando video de un auto con una cabeza humana en una hielera —dentro de un coche en llamas— afuera de la máxima instalación que presume de monitorear la seguridad del estado, el C5 del Periférico. Le recuerdo que eso pasó hace un mes.

Nada pasó, nadie vio nada. Las cámaras estaban ahí, pero el sistema, fiel a su costumbre, miró hacia otro lado. Lo mismo sucede con los 1,600 policías estatales que deberían portar cámaras corporales, grabando sus actividades diarias. Pregúntese usted: ¿cuántos de ellos realmente las usan? ¿Cuántos archivos están disponibles para su consulta?

Bienvenido al México ciberpunk. Aquí, la vigilancia no garantiza orden, ni la tecnología inteligencia. Un espejismo de modernidad que maquilla la incompetencia estatal con un barniz tecnológico.

Las cámaras están ahí, parpadeando en la oscuridad como ojos descarnados que nunca se cansan. Ven porque es lo único que saben hacer, como quien mira llover sabiendo que el agua nunca dejará de caer. Nosotros, resignados, seguimos caminando, esperando que, al menos esta vez, la tormenta no nos toque.