La economía ya no es un juego de suma cero, no es un banquete que se agota con cada mordida, sino una llamarada incesante de innovación y creación. Sin embargo, una importante línea de pensamiento contemporánea proclama detener el crecimiento, revertirlo. Que lo que tenemos es demasiado, insostenible, incapaces de ver que las herramientas de hoy —energía renovable, inteligencia artificial, descentralización de recursos, etc.— nos están emancipando del rígido dictado de los recursos finitos.

Los profetas del decrecimiento, anclados en un pesimismo vetusto, fuertemente instalados en el gobierno de Sheinbaum, ignoran que el valor no yace solo en la materia y las horas de labor, sino en la mente que transforma, en el conocimiento que multiplica posibilidades infinitamente. La economía del siglo XXI no está sujeta al peso de la tierra, sino a la ligereza de las ideas que la elevan.

Los límites de hoy no son los límites del mañana y mucho menos los de ayer, aquí el motor del progreso: la eficiencia. Humanidad, ¿en qué eres ineficiente? En casi todo. Por ejemplo, la producción de carne.

Hoy, tres cuartas partes de todos los cultivos de la Tierra se van a alimentar de animales que, en un acto de generosidad, apenas nos devuelven menos de un tercio de las calorías globales. Y lo hacen mientras liberan gases invernadero y exigen un precio moral: los necesitamos muertos para que cumplan su propósito. ¿Cómo se soluciona esto? La respuesta está en la tecnología: proteínas de cultivo y carne producida en laboratorios.

Sin el pastoreo, sin los pedos de vaca y sin la voracidad de una industria genocida que consume más tierra de la necesaria, podríamos resolver hasta el 14% de los gases de efecto invernadero y liberar tres cuartas partes de la tierra agrícola global. ¿Es más sencillo convencer a la humanidad de renunciar a sus hábitos milenarios o desplegar tecnología que respete sus preferencias y supere sus limitaciones? La respuesta, obvia para cualquiera con una pizca de pragmatismo.

Los filósofos —o más bien los ideólogos que pretenden serlos— han perdido su capacidad de relevancia. Critican el progreso porque les resulta ajeno. Se quejan de la tecnología porque no la entienden, y se oponen al crecimiento porque no saben cómo participar en él.

Esta generación, la más próspera, sana y nutrida de la historia —a pesar de los miles de problemas actuales— no debe nada a quienes perpetúan el mito del declive. Todos los indicadores de bienestar humano han mejorado en los últimos 150 años: igualdad, distribución, salud, longevidad, equidad de género, respeto a las diversidades sexuales. Cualquiera que le diga lo contrario lo hace porque necesita esa narrativa para justificar su irrelevancia.

¿Podemos crecer exponencialmente en un mundo finito? Absolutamente, los límites que nos enseñaron a temer son vaporosos. En un segundo, el Sol genera más energía de la que consumimos en un millón de años como humanidad. ¿Qué obstáculo es real frente a esta fuente de recursos? Quien se oponga al crecimiento lo hace desde el miedo, la ignorancia o una visión limitada que desprecia el potencial humano.

No se engañe, el progreso material no es un fin en sí mismo, sino un medio para la dignidad y autonomía humana. Cuando eliminamos las causas materiales del sufrimiento, abrimos las puertas a un futuro donde pensar no es privilegio de una casta, sino derecho universal. Y ese es el verdadero temor de quienes se oponen al crecimiento: el miedo a un mundo que les deja atrás, irrelevantes en su pesimismo, incapaces de aportar.

La economía infinita no es un ideal utópico, sino una consecuencia natural de quienes entendemos que la tecnología no solo hace posibles los sueños, sino que los convierte en realidades tangibles. El futuro está aquí y es brillante, estamos saliendo de la cueva.