El porvenir de México como potencia científica, enunciado por Claudia Sheinbaum en su mensaje de 100 días, se erige con la promesa de un país capaz de liderar desarrollos tecnológicos y proyectos de innovación de nivel mundial. Un México donde la ciencia florezca bajo el amparo del Estado, el de mayúsculas.

Pero si usted ya ha visto un siglo pasar, sabrá que esas promesas no son nuevas y que la realidad es más complicada de lo que la retórica sugiere.

La Unión Soviética fue una potencia científica, dirán algunos, pero la rigidez burocrática y los límites ideológicos condujeron más a la propaganda que a la autosuficiencia creativa. Recuerde que ya no existe la URSS, última prueba de su fracaso.

¿China, entonces? Sí, China avanza a grandes pasos, pero no es ajeno a la realidad que sus modelos industriales, desde automóviles hasta reactores nucleares, derivan de décadas de espionaje industrial y transferencia tecnológica forzada del occidente. Copiar y adaptar no es lo mismo que innovar.

El problema es que la brillantez individual existe en todas partes, pero los ecosistemas de innovación sostenida rara vez nacen del control estatal. México tiene algo de talento, sin duda, como todos los países. Pero un Estado quebrado e ineficiente no es el mejor arquitecto para forjar una verdadera revolución tecnológica.

Se nos presentan múltiples promesas: el auto eléctrico Olinia, un taller de diseño de semiconductores, aviones no tripulados, boyas marinas para medición de variables ambientales, técnicas avanzadas de extracción de litio, fábricas de software libre e Inteligencia Artificial. No son enchiladas.

El auto eléctrico Olinia suena ambicioso, pero diseñar un vehículo de esta magnitud no es solo cuestión de ensamblar baterías y un motor eléctrico. Requiere un ecosistema robusto de investigación, diseño, materiales avanzados y… bueno, es que no tenemos ni electricidad suficiente para tener las fábricas que construirían esos coches, de locos pensar que habrá energía para moverlos.

¿Aviones no tripulados? Un mercado dominado por países con décadas de ventaja tecnológica y presupuestos de defensa colosales. Dejémoslo en que la base más importante de drones y vehículos-no-tripulados del país está por la Laguna de Atlangatepec, Tlaxcala.

El litio no vale la pena ni mencionarlo. Los tiempos para que hubiera una posibilidad de ser ya pasaron, y México no tendrá capacidad de extraer, refinar, e industrializar litio antes de que la tecnología pase a ser obsoleta. Vale la pena ignorar el tema en adelante.

El taller de semiconductores. Hablemos claro: diseñar microchips es una de las tareas más complejas de la ingeniería moderna. Taiwán y Corea del Sur no llegaron a ser líderes en este campo a través de decretos, sino con décadas de esfuerzo combinado entre el Estado facilitador y la inversión privada masiva. ¿Recuerda que no pudimos hacer ventiladores para la emergencia COVID?

El problema no es la falta de ideas, sino la creencia de que el Estado mexicano puede ser el motor absoluto del desarrollo. Está quebrado, lo sabemos. No puede gestionar hospitales, carreteras o la seguridad básica de sus ciudadanos. Pretender ahora que liderará la próxima revolución industrial es cuando menos, ingenuo.

Por querer colgarse todas las medallas con los mínimos recursos, se pone en riesgo no solo la credibilidad del país sino la oportunidad misma de subirse al tren del desarrollo global. Hace falta repensar el papel del sector privado en este modelo. El Estado puede y debe ser un facilitador, un promotor del talento, pero no el protagonista único. Si no lo entendemos pronto, volveremos a ver pasar el tren del progreso, como tantas veces desde que este país existe.