Trump lo dijo con cadencia teatral, entre amenazas veladas y promesas grandiosas. En medio de un mar de palabras cargadas de odio, fanatismo y chauvinismo una declaración como faro: Marte.

En este sueño, hay una figura que no puede ignorarse: Elon Musk. Musk y Trump, una pareja improbable. Su relación es tensa pero funcional. Musk necesita permisos, financiamiento, la bendición oficial. Trump necesita una gesta heroica que lo trascienda, algo que nadie pueda quitarle.

El trato es claro. El gobierno despeja el camino y Musk los pone en Marte. ¿El precio? El poder. Trump cede a Musk y a sus empresas un nivel de influencia que pocos imaginan posible. Es la entrega del futuro a manos privadas. Y no a cualquier privado, sino al hombre más rico del mundo.

Es fácil desestimar el mensaje cuando proviene de alguien como Trump. Pero la verdad es que la idea trasciende al mensajero. Marte no es suyo, ni de su partido; tampoco podrá ser solo de Estados Unidos

Marte se convertirá en una conquista de las corporaciones. Cuando lleguemos, Marte no será un nuevo comienzo, sino una extensión de las mismas dinámicas de poder que ya conocemos. Tampoco es queja, esas dinámicas son las que nos pusieron ahí

Aun así, es difícil ignorar la emoción del objetivo. Marte es un salto gigantesco. Un desafío que define una especie. Musk y su equipo han llevado la tecnología espacial más allá de lo imaginable: cohetes reutilizables, misiones tripuladas, planes concretos para terraformar un planeta. Si alguien puede llevarnos a Marte, es él. Pero la pregunta es: ¿a qué precio estamos dispuestos a llegar?

No es que el viaje sea caro. El problema es que quienes lo financiarán lo controlarán. Musk no es solo un hombre con una visión; es una fuerza económica que redefine la relación entre gobiernos y privados. Con Trump en el poder, esa relación se inclina peligrosamente.

Y, sin embargo, la idea de Marte trasciende todo esto. Va más allá de Trump, más allá de Musk, más allá de las empresas. Marte no es solo un planeta, es un símbolo. De lo que podemos lograr. De lo que somos como especie.

El universo es vasto. Muerto. Lleno de potencial. Marte puede ser el primer paso para llenar ese vacío con vida. No como conquistadores, sino como creadores. Llevar lo que somos, con todas nuestras contradicciones, a un lugar donde nada ha existido. Marte es el siguiente paso lógico en esa travesía. Si no lo intentamos, si nos quedamos aquí, atrapados en nuestras luchas internas en este planeta, habremos fallado en lo esencial.

¿Y México? ¿Qué hacemos mientras nuestro vecino del norte apunta a las estrellas? Hay quienes se horrorizan con la idea de que dejemos de ser lo que somos. Como si la identidad nacional fuera algo fijo, eterno, inmutable. Pero México ha sido muchas cosas. Fuimos Anáhuac. Fuimos el Virreinato de la Nueva España. Un primer imperio, una república fracturada, una dictadura disfrazada, y, finalmente, esto que somos que se tambalea sobre las cenizas de su pasado

Nuestro papel en el mundo, frente a los gigantes hegemónicos, siempre ha sido limitado, porque como mexicanos somos limitados. Pero si somos valientes, si somos visionarios, tal vez podamos encontrar un nuevo lugar en la historia. No como una nación aislada, sino como parte de algo más grande. No como víctimas de nuestras circunstancias, sino como creadores de nuestro destino. ¿Para qué pelear por migajas, cuando podemos soñar con todo el espacio?