Las guerras ya no necesitan explosiones. No hace falta un Pearl Harbor, un Stalingrado, un Vietnam televisado. Basta un algoritmo, una línea de código, un cargamento de chips bloqueado en la aduana, una inteligencia artificial lanzada con la puntería de un misil económico.
Un giro de tuerca en el mercado y de repente una empresa americana, una fortaleza tecnológica como NVIDIA, pierde miles de millones en un momento —fueron 560 mil millones, para comentar— mientras en Beijing alguien sonríe, bebe té y observa el tablero global con la paciencia de quien juega al Go, no al ajedrez.
El público —ese público al que le encanta pensar que la guerra es algo del pasado o que solo se pelea con balas— sigue deslizando el dedo en la pantalla, distraído. No se da cuenta de que, por ejemplo, el juego inofensivo con el que caza pokemones es, en realidad, un mapeo global en tiempo real financiado por la CIA.
Niantic, la empresa detrás de Pokémon GO, nació de Google. Y antes de Google, nació de Keyhole, una startup financiada por In-Q-Tel, la firma de inversión de la CIA. No es teoría conspirativa: es historia registrada. El juego que sacó a la gente a las calles en 2016, que los hizo cazar criaturas digitales con GPS y cámaras activadas, no solo era un fenómeno cultural. También era una herramienta sin precedentes para generar datos en tiempo real sobre la movilidad humana. Pokémon GO convirtió millones de teléfonos en sensores ambulantes, recolectando patrones de movimiento, lugares visitados, horarios, densidad de población, reacciones conductuales ante estímulos virtuales.
China entendió hace años que la guerra ya no se pelea en los campos de batalla, sino en el control de la infraestructura digital, en la recopilación de datos y en el desarrollo de tecnologías propias. Por eso protege a sus campeones tecnológicos. Por eso, cuando DeepSeek anunció su modelo de inteligencia artificial hace pocos días, el impacto no fue solo en la comunidad tecnológica: fue un golpe calculado contra la narrativa de que sólo Occidente puede liderar la IA.
DeepSeek, con apoyo del gobierno chino, lanzó un modelo tan potente como los mejores de OpenAI. Pero lo hizo en silencio. Sin levantar olas hasta que, de repente, apareció como la app más descargada en el mundo, superando a ChatGPT y dejando a Nvidia en la cuerda floja. El mercado reaccionó. ¿Cómo lo hicieron?
Porque para entrenar un modelo de IA de esa magnitud se necesitan chips de alto rendimiento. Y los mejores, los únicos realmente capaces de procesar la cantidad de datos necesarios, son los Nvidia que EE.UU. prohibió vender a China. Entonces, ¿de dónde salieron los chips que usó DeepSeek?
Singapur. Malasia. Emiratos Árabes. Zonas grises de comercio internacional donde las sanciones pueden esquivarse con suficiente creatividad y capital. La investigación está en marcha, pero la verdad es evidente: China logró conseguir el hardware necesario. Y lo usó con precisión quirúrgica.
La pregunta no es solo cómo lo hicieron. La pregunta es qué viene después. Porque esto no fue un golpe aislado: fue una prueba de concepto. Demostraron que pueden jugar en la misma liga que OpenAI, que pueden desafiar la supremacía tecnológica de Silicon Valley, y que pueden hacerlo con un costo que, al menos en los números oficiales, es ridículamente bajo.
¿Y México? México sigue en la grada, viendo el partido desde lejos, sin entender del todo las reglas del juego. Años de apostar a la manufactura barata, de no desarrollar tecnología propia, de depender de la innovación extranjera. El mundo cambia, pero México sigue con la vieja mentalidad de ensamblar lo que otros diseñan. Las malas apuestas del pasado nos convirtieron en espectadores. ¿Cuáles serán las malas apuestas de hoy que lamentaremos en el futuro?