Un Estado no es nada sin apellidos. Linajes de siempre, como «petroestado» o «narcoestado». Nuevos ricos, como el «farmaestado». La riqueza de una nación ya no se mide únicamente en kilómetros de costa o en reservas de oro negro, sino en el producto específico que la sostiene, en el modelo económico que le da forma. Arabia Saudita y Rusia dominan con su petróleo, manejan mercados, financian guerras y sostienen economías enteras con el vaivén de los precios del barril. Venezuela, atrapada en su propio espejismo energético, ha probado que un petroestado sin control ni estrategia es autodestrucción.

Desde Afganistán y sus cultivos de amapola hasta México, donde el crimen organizado ya no solo trafica drogas, sino personas, mercados, votos y territorios completos, los narcoestados. Un sistema alterno de gobierno, clandestino pero omnipresente, donde el capital se lava y se reinvierte con una sanguinaria eficiencia que la burocracia formal envidia.

Y en medio de estos paradigmas, aparece Dinamarca con una nueva categoría: el farmaestado. Un país sin recursos naturales estratégicos, sin ejércitos que infundan temor, sin un papel geopolítico que lo convierta en potencia... salvo por un detalle. Novo Nordisk, su gigante farmacéutico, sostiene al país sobre un andamiaje de mira-como-bajé-diez-kilos.

Uno de cada cinco empleos nuevos en Dinamarca proviene directamente de esta empresa. Si sumamos los indirectos, la cifra se dispara: casi la mitad de los trabajos privados no agrícolas en el país pueden rastrearse hasta Novo. Y más aún, sin la industria farmacéutica, el PIB danés habría encogido el año pasado. En otras palabras, Dinamarca ha rescatado su economía con agujas y vanidad.

Y México, ¿qué será en esta era de redefiniciones? No puede aspirar a ser un petroestado. Cantarell nos engañó con su prosperidad momentánea, nos hizo creer en la permanencia de lo finito. Pemex es un monumento a la terquedad de una nación que se aferra a un modelo que ya se agota, un gigante con pies de lodo endeudado hasta el cuello.

Pero México tiene opciones. Si el futuro pertenece a los estados especializados, México tiene para volverse un «agroestado» de especialidades. Tenemos el potencial para dejar atrás las mentalidades conservadoras y aprovechar industrialmente el capital genético de nuestras plantas, flores y frutos. La biotecnología podría convertirnos en exportadores de soluciones basadas en aplicar técnica a la biodiversidad.

Podemos resurgir como un estado marítimo comercial. El proyecto del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec nos daría un músculo inmenso para mover bienes entre océanos, convirtiendo a México en el atajo del comercio global. Podríamos ser la arteria que conecte Asia con la costa este de Estados Unidos sin rodear Sudamérica ni depender del congestionado Canal de Panamá.

Podemos incluso ser un «turiestado». El turismo en México son los dos lados de la moneda, una industria que prospera tanto en resorts perfectamente manicurados, como en su forma más bruta, en los rincones donde la belleza y la precariedad se entrelazan.

Podemos ser muchas cosas, pero ninguna transformación servirá si no aceptamos una verdad incómoda: México no va a cambiar desde arriba. No existe un presidente, un congreso o una política pública capaz de hacer lo que la gente no está dispuesta a hacer por sí misma.

El discurso nacional se ha construido en la lógica de la culpa: culpa del gobierno, de la historia, del extranjero. Pero ningún país se hace grande señalando a otros. La transformación real ocurre cuando cada persona deja de esperar salvadores y entiende que el progreso no es una dádiva, sino una construcción. Depende de que cada quien entienda su papel en el engranaje. México será lo que los mexicanos quieran que sea, cuando dejen de esperar que alguien más lo construya por ellos.