Ya no basta con entender los hilos que tejen la existencia; ahora podemos cortarlos, anudarlos, remendarlos a voluntad. En un laboratorio japonés de la Universidad de Mie, hace un par de semanas, con la precisión de una tijera molecular (nunca mejor dicho), se ha logrado extirpar el cromosoma extra que causa el síndrome de Down.

No es todavía un tratamiento. No hay niños naciendo libres de la trisomía 21 por esta técnica, pero el horizonte se ha movido. Y cuando la línea del horizonte se mueve, lo que era imposible un día, al siguiente es una cuestión de voluntad.

El experimento publicado es un hito. CRISPR, esa herramienta biotecnológica que prometió reescribir la vida misma, se está probando a sí misma, demostrando que puede corregir una alteración genética con una limpieza quirúrgica.

El síndrome Down no es un castigo divino, es un error de duplicación en el par 21, una casualidad cromosómica que ocurre en uno de cada 700 nacimientos. La humanidad ha vivido con este azar, y en los últimos siglos —porque antes los matábamos— gracias a las posibilidades socioeconómicas de nuestros tiempos, ha aprendido a cuidar, a integrar, a amar sin condiciones. Ahora, la ciencia nos pregunta si queremos seguir haciéndolo.

El eco de la palabra eugenesia resuena en cada discusión. La memoria es cruel con las promesas de pureza. No hace tanto que hombres en uniformes grises y emblemas de cráneos hablaban de erradicar lo que consideraban defectuoso. Decían que ciertas vidas no merecían llamarse así. Mataron, esterilizaron, diseñaron un mundo a la medida de sus miedos. Hoy, nadie está hablando de campos de exterminio, pero la sensación de que estamos decidiendo qué vidas son bienvenidas y cuáles no es inevitable.

El contraargumento es poderoso. ¿Acaso no hemos erradicado enfermedades neonatales antes? Cretinismo y raquitismo devastaron generaciones hasta que comprendimos que una dosis de ácido fólico o de yodo podía eliminarlas. Nadie protestó. Nadie dijo que una espina bífida formaba parte de la diversidad humana. Se les combatió como lo que eran: errores biológicos prevenibles. Pero el síndrome de Down no se ha entendido de la misma forma. A lo largo de décadas, la sociedad ha luchado para darles su lugar, para demostrar que pueden vivir con plenitud, con alegría, con dignidad. ¿Se puede llamar enfermedad a algo que no impide la felicidad?

Y, sin embargo, es un error genético. Un accidente. Eliminarlo no es matar a nadie, ni negar el valor de quienes han nacido con él, como tampoco se niega el de aquellos que vivieron antes de que la polio fuera erradicada. Pero la pregunta queda en el aire: ¿dónde se traza la línea?

Si decimos que el síndrome de Down puede ser corregido, ¿qué otras condiciones lo serán después? ¿Autismo? ¿Trastornos del desarrollo? ¿Discapacidades motrices? Tal vez no sea eugenesia en el sentido histórico, pero sí es decidir qué versiones de la humanidad son preferibles. Y si la historia nos ha enseñado algo, es que esas decisiones nunca son neutrales.

«¿Ustedes ven muchos enanos por la calle?» comentó el Papa Francisco hace algunos años, en una frase que bien podría haber salido de un viaje lisérgico, etílico o senil.

Gente de talla pequeña, pues. Dijo que ya no vemos enanos porque la medicina moderna evita que nazcan. Fue observación más que condena, pero estaba cargada de lo inevitable: el mundo cambia, y lo que en un siglo parecía un destino inmutable, en otro se convierte en una opción. Hoy el pontífice enfrenta la fragilidad de su propia biología.

La ciencia nos está dando el poder de decidir sobre lo que antes era obra del azar, o de Dios, o como lo quiera ver. Cuando cada anomalía haya sido borrada con la precisión de un bisturí genético, ¿miraremos a nuestro alrededor y nos preguntaremos qué hemos perdido? ¿Nos daremos cuenta demasiado tarde de que, en nuestra búsqueda de corrección, fuimos eliminando, uno por uno, los rastros de nuestra propia humanidad?