La Biblioteca Central del Agua —en Balderas #94 del Centro Capitalino— es un arca sin diluvio, un repositorio de Conagua donde papeles amarillentos murmuran historias de cauces desviados, pleitos de acequia y sentencias olvidadas. En sus estantes reposa la memoria hídrica de la nación, archivada en tinta que pretendió domar ríos y hombres.
Entre esos pergaminos descansa la «Sentencia Peñafiel» de 1635, un dictamen que marcó el inicio de lo que, con eufemismo y esperanza, podría llamarse la primera institución hídrica del país.
El origen de esta sentencia se ubica en los cañaverales del ingenio de San Nicolás Tolentino, en Izúcar de Matamoros, Puebla. La sentencia, austera en su redacción, más parecía la confesión de un río que había sido forzado a correr por donde no quería, domado, acorralado.
Con ella, por primera vez en estas tierras, alguien pretendió ponerle ley al agua, domarla, regularla, asignarla con justicia. Puebla, como tantas veces en la historia, se adelantó a la historia misma. Fue en su suelo donde el primer «guardaguas» del continente americano recibió su título en 1697, en San Martín Texmelucan. Un hombre con «armas ofensivas y defensivas el cual se le señalan por su ocupación, y trabajos dos pesos de oro común de sueldo». Dos pesos que en términos de historia es casi una broma: le pagaban para frenar lo que desde siempre ha sido incontenible.
Porque el agua nunca ha sido del que la necesita sino del que la roba con más audacia. Por cada guardaguas, hubo un bandido con mejor paga; por cada sentencia, un arreglo bajo la mesa; por cada documento que establecía derechos, una treta para burlarlos. Las crónicas de la época no se molestan en disimularlo: en aquellos años los juicios sobre el agua no se resolvían en la Real Audiencia sino en los caminos de tierra, a golpes, a cuchilladas, a palazos entre españoles, criollos y naturales. Todo terminaba en lo mismo: una buena multa en fanegas de maíz y la certeza de que, al final, nada cambiaría.
Y efectivamente, nada ha cambiado. La semana pasada, el gobierno federal de Sheinbaum anunció con grandilocuencia de antaño la tecnificación del riego en la Comarca Lagunera. Hablan de justicia hídrica, de eficiencia, de modernización, de montos de casi $10 mil millones de pesos para beneficiar 29 mil hectáreas.
A esas mismas 29 mil hectáreas les dijo lo mismo Cárdenas en el ‘41 cuando creó el Distrito de Riego 017, pero tan solo cambiaron nombres, haciendas por módulos de riego. Hacenderos por líderes ejidales.
De ese momento hasta los 90s, todas las lagunas de la Comarca se secaron, los flujos de aguas se reencausaron, y la región comenzó a explotar el agua subterránea como si no hubiera mañana, tocando con manantiales naturalmente llenos de arsénico, envenenando a sus habitantes cotidianamente desde entonces.
Con Salinas de Gortari todo cambió para quedar igual. Creó una nueva Ley de Aguas Nacionales, permitiendo que el recurso se gestionara a través de asociaciones civiles. En medio de una crisis algodonera y una transición a la industria lechera, tan solo cambiaron los nombres de nuevo.
El agua es el último vestigio de una vieja lucha por la supervivencia. Esta no fluye hacia donde la justicia lo dicta, sino hacia donde el poder la empuja; en un país prejurídico como México esperar algo distinto es irreal.
La promesa que hace la presidenta es la misma promesa que hizo AMLO, que en su periodo terminó con el chofer de un funcionario cualquiera gestionando el tercer distrito de riego más importante del país, donde salen 1 de cada 4 litros de leche nacionales.
El agua nunca ha sido libre. Desde el altépetl mesoamericano hasta el huachicoleo actual, siempre ha tenido dueño. Ordenar el agua es el espejismo de un oasis más seco que limón de taquero. Aquí, el agua no fluye: se disputa, se roba, se raciona como el poder. Y como el poder, nunca se reparte.