De vez en cuando los legisladores mexicanos —senadores y diputados—deciden redescubrir el fuego. O el agua tibia. O la digitalización. Entonces se visten de modernidad, se suben al estrado como si fuera pasarela, y nos anuncian, con tono de revelación divina, que ahora sí: reforma al 25 y 73 de la Constitución para acabar la burocracia en México gracias a la digitalización de trámites. No es que estemos lejos del futuro. Es que nunca llegamos al presente.
La reforma, dicen, es para acabar con la burocracia. ¿Acabar con la burocracia? ¿Cuál? ¿La que jamás ha existido como sistema coherente y funcional? El problema no es la reforma ni la burocracia. El problema es que detrás no hay país. El gobierno quiere interactuar mejor con el ciudadano. ¿Qué gobierno? ¿Qué ciudadano?
Una diputada petista de Chihuahua, apoyando la reforma, se levanta con la seguridad de quien ha confundido la anécdota con la lucidez. Dice —citando, porque este país es tan generoso que convierte la crónica en cómica— que «el chiste es que para un trámite hay que presentar hasta el acta de vacunación del perro, con tres copias y sellado». Y claro, las risas no faltan. Pero el problema es que el chiste no tiene gracia. Porque es verdad.
La documentación en este país es una farsa coreografiada por cada municipio, cada estado, cada dependencia, cada burócrata que estampa sellos con la alegría de un verdugo con contrato de planta. En un país donde no existe ningún interés en ordenar siquiera la tenencia de mascotas, digitalizar todo es mear río arriba y bañarse en las costas.
Lo que no dicen es que esos trámites absurdos, esas colas infinitas, esas firmas en papeles sin alma, no son errores del sistema. Son el sistema. Son la garantía de que la corrupción siga engrasando los engranes del Estado. Porque la digitalización no servirá si no hay voluntad de que funcione. Porque el trámite en línea es solo la maqueta digital de una pesadilla analógica. Porque cualquier cosa que parezca eficiente pone en peligro a quienes lucran con el caos. Y en México, la eficiencia es un atentado contra la costumbre.
¿Dicen que es para mejorar la interacción entre el gobierno y el ciudadano? ¿Qué ciudadano? ¿Qué gobierno? Aquí no hay ciudadanos. Menos gobierno.
El burócrata es indolente en su trabajo porque sabe que no tiene ninguna posibilidad de comparecer ante el ciudadano, en el México prejurídico que vivimos no hay ciudadanos, sólo hombres y mujeres silvestres.
No es casualidad que no hayamos tocado fondo. No hay fondo cuando se vive a ras de cloaca. Aquí nadie exige a su gobierno porque nadie espera nada de él, tan solo espera agandallarse un turno para ser el gandalla mayor. Gobernantes y gobernados somos los mismos, pues fuimos armados del mismo fango, criados en la misma lógica, con la misma escuela.
Es un país que se ve en el espejo del poder y se reconoce. Y por eso no se indigna.
Las reformas pasarán. Porque siempre pasan. Porque el Congreso es experto en legislar sobre lo que no existe. Harán leyes «wokes», leyes chingonas, leyes con hashtags, leyes que suenan bien porque hasta traen hasta algo de inglés y muchos términos de cosas de las computadoras y los internets.
Y nos dirán que ahora sí, que esta vez la innovación va en serio, que ya no más actas de perro. Mientras tanto, en la oficina de un municipio cualquiera, seguirán exigiendo el acta de vacunación del perro, con tres copias y sellado, además de una constancia —con firma autógrafa del interesado— declarando que la computadora se trabó porque es que así está el sistema.