Activó el micrófono y a boca de jarro me disparó la pregunta sin que el asunto viniera a cuento: Profe, ¿por qué le gustan las corridas de toros? Los cuestionamientos de los estudiantes son así, casi siempre inesperados, originales, a veces, absurdos. ¿Por qué en las pinturas del barroco, la Virgen María casi siempre aparece con un libro en la mano? O del mismo modo: si los tlaxcaltecas eran aliados de Hernán Cortés, ¿por qué no les correspondió nada del imperio mexica conquistado? Me gusta que piensen y que pregunten aunque me metan en más aprietos que un toro cinqueño a un matador de labios secos como el papel y el rostro lívido.

A saber lo que la chica estaría viendo en la pantalla; navegando por internet en páginas abiertas junto a la sesión remota de la clase. Algo llamó su atención y por unos minutos me hizo cambiar los derroteros del tema. Me gustan -contesté- porque me conmueve la armonía milagrosa que puede darse entre un animal bravo hasta la muerte y un ser humano capaz de templar sus nervios, creando entre los dos una experiencia estética de incomparable belleza… me gustan, también, porque una corrida con sus enigmas y paradojas, sumados los valores que entran en juego, es una profunda lección de antropología filosófica.

Luego, por la noche, libre ya de presiones y pendientes del trabajo, lo pensé mejor. En la siguiente clase se lo diré: me gustan mucho porque hay plazas en las que una corrida de toros es uno de los espectáculos más emotivos y luminosos que puedan verse en la vida.

Me gustan, por los vestidos de los toreros con sus colores contrastando con el oro, la plata o la pasamanería. Porque, al mismo tiempo, me gusta mucho que los colores de esos vestidos tengan nombres metafóricos -la vida en sí, es una metáfora- como espuma de mar, corinto, champaña, nazareno, azul noche, tórtola, burdeos, carmelita, desde luego purísima.

Me fascinan, además, porque el arte del toreo siendo una fiesta, se crea al filo de la muerte en un rito azaroso y pletórico de misterio, en el que los presagios y la superstición rigen los acontecimientos. A más de estimular todos los sentidos. Me encantan por su olor a tabaco, claveles, a caballo y a toro; el rumor de la plaza antes de que empiece la corrida, los silencios expectantes y la explosión jubilosa del olé y los pasodobles, pero estos sólo entre el arrastre y la salida del siguiente merengue.

Me gustan por el toro en sí mismo, el animal más bello y soberbio de la creación: cárdenos, colorados, berrendos, negros, chorreados, con sus pitones delanteros, veletos, cornipasos, abiertos, tableados y color de caramelo, pero no los cornicortos ni los capachos.

Amo las corridas de toros porque dentro del arcón de mi memoria, algunos de mis recuerdos más diáfanos y entrañables están, entre muchos, la tarde en Madrid en que cinco de seis grises salieron con la vena de embestir y se arrancaron de muy largo al caballo. Y un anochecer en Sevilla en que vi a la luna levantarse sobre los tejados de la plaza mientras un torero se batía a cara o cruz en el ruedo y sabía yo que el Guadalquivir corría manso y cercano. Y la ocasión en Nimes en que Enrique Ponce toreó como si estuviera soñando, mientras la banda de música lo acompañaba con los acordes de “El oboe del padre Gabriel” y levitando, tuve la certeza de que estaba yo en uno de los momentos más extraordinarios de mi existencia. Y por tantas tardes en la plaza de Tlaxcala cuando el sol se tapa y el frío se acentúa mientras las campanas doblan llamando al rosario.

No me alcanzaría una clase para contestar tu pregunta y quedarían muchas palabras en mis labios. Mira, las corridas de toros me gustan también porque son la herencia más preciosa que me dejaron mis abuelos y que me regaló mi padre. ¿Sabes?, me gustan tanto que haces que me ponga nostálgico; quiero decirte que las echo de menos, porque después de este encierro, ni ellas ni yo, seremos los que éramos antes.