“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”, dijo Marta a Jesús, con el alma destrozada. Lázaro, el hermano al que tanto quería, había muerto. No volvería a escucharlo ni a mirarlo. No volvería a platicar con él ni abrazarlo. ¡Qué difícil sería la vida sin él! 

Quizá como ella, también hayamos vivido esa terrible sensación de desamparo, tristeza, enojo, rebeldía y frustración al contemplar el cuerpo sin vida de papá, de mamá, de la esposa, del esposo, de un hijo, de un hermano, de un ser querido. 

¿Es normal que reaccionemos así? ¡Claro! Porque la muerte no fue creada por Dios, sino que entró en el mundo a causa del pecado que, tentados por el diablo, cometieron los primeros padres. Por eso Jesús nos comprende cuando sufrimos por la muerte de un ser querido y nos rebelamos al pensar en nuestra propia muerte. 

Y como hizo con María, se acerca a nosotros para ofrecernos el consuelo y la esperanza definitivos: conocer el misterio de la vida y de la muerte. “Nos recuerda que Él es un amigo —decía Juan Pablo II— y se nos muestra a sí mismo como puerta que da acceso a la vida”.

“Yo soy la resurrección —exclama el Señor—. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”.

“Jesús derrumba el muro de la muerte —explica Benedicto XVI—, en Él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna”. Quien cree en Jesús, afirma san Agustín, “aunque hubiera muerto (en la carne), vivirá en el alma hasta que resucite la carne para no morir después jamás”.

Creer en Jesús significa vivir como nos enseña: amando a Dios y al prójimo, guiados por su Espíritu, que, como explica san Pablo, dará vida a nuestros cuerpos mortales. Por eso Juan Pablo II decía: “La fe en Jesús es el inicio de esta vida sobrenatural, que es participación en la vida de Dios”.

Conscientes de esto, decidámonos a seguir a Jesús. Y si hasta ahora hemos permanecido en el sepulcro del pecado, auto-condenándonos a la soledad del egoísmo y al sinsentido de las pasiones desordenadas, dejémonos ayudar por Dios, que, como anuncia Ezequiel, es capaz de hacernos salir del sepulcro para conducirnos a la vida plena y eterna que se encuentra en el amor. 

¡Confiemos en él, a quien nada ni nadie se pueden comparar! Y decididos a vivir un amor creativo, concreto y activo en el matrimonio, la familia, la escuela, el trabajo y la convivencia social, procurando remediar las miserias materiales, morales y espirituales, como pide el papa Francisco, en comunión con la Iglesia, digámosle con fe: “Creo que tú eres el Cristo, el hijo de Dios. Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”.

Eugenio Lira Rugarcía