En su faceta como dramaturgo, Xavier Villaurrutia enfrenta críticas opuestas; por un lado hay quienes tienden a exaltar sus cualidades, empleo del escenario, diálogos en sus personajes: totalidad que no permite errores. A su vez, una corriente más estilizada lo observa tal cual “amateur”, debido al lenguaje rebuscado o lo “flojo” que resultan sus obras.
Ambos enfoques no dejan de suscribirlo parte fundamental del teatro en México; sus aportes en lo público y privado ofrecieron una manera diferente de entender al género e industria. Apasionado desde niño por esta parafernalia –debidamente explicada por Miguel Capistrán–, Villaurrutia nutrió en su madurez dicha inquietud.
Precisamente, al cumplirse el centenario de su nacimiento –en 2003– en ese entonces el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) preparó un magno homenaje para el poeta, mismo que abarcó exposiciones en Bellas Artes, publicaciones de nuevos trabajos que buscaban volverlo “actual”, así como obras montadas en varias ciudades del país.
Puebla no fue la excepción al llegar al Teatro Principal uno de sus montajes icónicos, “Invitación a la muerte”. No era habitual que ésta se entregara al público lejos de la Ciudad de México, donde se tiene presente su legado, tanto en foros institucionales como en aquellos consagrados para autores por demás históricos.
Justo “Invitación a la muerte” fue estrenada en el Palacio de Bellas Artes a mediados de 1947, inclusive, vio sus primeras publicaciones en “El Hijo Pródigo” y “Letras de México”, paso obligado para quienes figuraban activamente en el ambiente cultural de la época, recibiendo opiniones diversas.
Al filo de las 17:00 horas –día lluvioso para no variar–, el telón abría; frente a él un teatro vacío, apenas la escasa treintena de personas quedó acomodada sin distingos de clases; algunas parejas reanudaban murmullos y entre aplausos seguidos por oscuridad marcaban el inicio obligado.
Dividido en tres actos, el drama es su aproximación a la historia de “Hamlet”, situada en el México de los años cuarenta; modismos habituales, caballerosidad y misterio en dosis altas, versatilidad que fue sacrificada por planos lineales con dosis certera de lenguaje poético. Sin embargo, para el homenaje nacional la obra quedó adaptada en dos actos, suprimiendo el intermedio, con menos carga moral.
La trama subrayó el conflicto personal de un hombre –¿maduro?– que enfrenta al padre ausente, la muerte que respira y se nutre mediante dudas de los personajes: Horacio, Alberto, Aurelia y el viejo. Justamente entre angustias y ambientes lúgubres el montaje avanza hasta situarse en un punto sin retorno: la inexistencia.
Entre los actores, por su temple, sufrimiento, versatilidad, Roberto D'Amico destacó. Era impresionante el porte que manejaba en todo el escenario, rectitud difícil de hallar en otro histrión. Ahí fue donde el Villaurrutia dramaturgo cobraba vida con el poeta. En este sentido, “Invitación a la muerte” ejemplifica su atmósfera onírica; no todo lo visible se adecua en una posibilidad única, al contrario, funciona como reflejo próximo a la infinitud.
Apenas algunas reseñas breves bastaron para atestiguar la obra al día siguiente, así era costumbre, el Contemporáneo no ameritaba datos extra ni elevaba al grado de maestría la interpretación de Roberto D'Amico. No obstante, a 114 años de su nacimiento –27 de marzo de 1903– su teatro merece también un rescate valioso, acercarlo a públicos nuevos que han alcanzado niveles de crítica superiores a generaciones que les precedieron.
“Invitación a la muerte” es muestra de su óptica romántica, pues defendió la trascendencia del sueño en sus diálogos; tal pareciera que por momentos el drama se extiende a la poesía y viceversa, no son objetos de estudio opuestos, sino complementarios, derrumbando dicha línea entre géneros hábilmente.
Desde 1933 hasta 1950 entregó 15 obras de teatro, equiparado con otros escritores de su tiempo, como Rodolfo Usigli, Salvador Novo y Celestino Gorostiza, cada uno cimentando vetas para gustos totales, de ahí que gracias a Villaurrutia el teatro profesional alcanzó nuevos niveles estéticos que a la fecha siguen proyectándose a ojos de quienes aún reconocen el valor de la inquietud.