Hay un documento sin el cual no podemos comprender la Iglesia en su integridad, profundidad y manifestación, y hay un número de este documento sin el cual también no podría entenderse. Sin embargo, es algo que regularmente se ignora, pero que, con ocasión de estas catequesis que estamos teniendo en este tiempo de Sínodo, es necesario que profundicemos y percibamos en toda intensidad: la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, al que llamamos Lumen Gentium, y el número es el 1º y dice así:

Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf. Mc 16, 15). La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano.

Este número comienza declarando algo que, aunque parece obvio, es esencial y fundamental: Cristo es la luz de los pueblos, es decir, la clave en la cual la Iglesia se entiende es Cristo. Él es su referencia, él es su razón de ser, de vivir y de existir, y su luz resplandece sobre su rostro, por lo cual la Iglesia con su presencia manifiesta humanamente la divinidad de la presencia del Eterno, que sigue amando al mundo y entregándose por su salvación.

Cristo es la razón de ser de la Iglesia y por eso su existencia es sacramental, es decir, es signo e instrumento de Cristo y por esta causa su fuerza, su dinamismo, su proyecto y su existencia van más allá de cualquier esfuerzo meramente humano por entenderla. Sólo puede entenderse desde Dios y desde la manifestación de su misterio de salvación.

Por eso ser sacramento es en sí misma una gracia comprometedora con aquel que la ha llamado —que nos ha llamado— a ser su presencia y su operatividad, a fin de hacer eficaz lo que él desea en su corazón.

Sin embargo, esta categoría o esta nomenclatura pareciera ser algo que, sobre todo en la mentalidad de un cristianismo desencarnado o que sólo cree en un Cristo glorificado sin mayor incidencia en el mundo, es algo que pudiera ser considerado como atrevido, como arrogante o como pretencioso, pero podríamos preguntarnos esto: Si San Pablo afirma que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y que él es nuestra cabeza, entonces ¿cómo dudar de que su cuerpo carezca de vida y de operatividad, no por sí mismo, sino por Cristo?

Por eso es que la razón de ser de nuestro Sínodo Diocesano es tomar conciencia de esta esencia y responsabilidad nuestra y, por lo tanto, de todo lo que Dios puede hacer por medio nuestro y por nuestra cooperación; y, una vez que lo hayamos entendido, manifestarlo en nuestras obras y proyectos, que no deben ser otros sino los de Cristo.

Démosle gracias a Dios, que nos permite vivir esta hora de gracia, de renovación y de compromiso, por el cual, como testigos de Cristo, podremos ser el signo e instrumento que el Señor quiere para su obra salvífica y al cual los hombres y mujeres de nuestro tiempo podrán ver y reconocer como discípulos misioneros que no pueden callar lo que han visto y oído y que no pueden dejar de ser lo que en ellos ha sido dado como un don y una tarea.