“Ese modo de hablar es intolerable, ¿Quién puede admitir eso?”, exclamaron los judíos cuando Jesús, manifestando la grandeza del amor divino, afirmó: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Les escandalizaba pensar que Dios, eterno, perfecto, todo poderoso y creador del universo, pudiera haber bajado del cielo en Cristo, y amarnos hasta el extremo de dar su vida para ofrecérsenos en alimento. Sin embargo, aunque todavía para algunos resulte escandaloso, Jesús, consciente de que para vivir necesitamos comer, se nos entrega como el mejor de los alimentos. “Esta comida y esta bebida… hace inmortales e incorruptibles a aquellos que la reciben”, afirma san Agustín.
Para comprenderlo e ir a Jesús, es preciso dejar que Dios eleve nuestra inteligencia y nuestra voluntad mediante el don de la fe. De lo contrario, con una visión superficial, terminaremos echándonos para atrás, como aquellos discípulos que ya no quisieron andar con Él. Entonces, probablemente lleguemos a pensar: ¿Para qué meternos en líos? ¿Qué no es más fácil decir que Jesús es el mejor de los filósofos o el fundador de la más grande de las religiones, en lugar de afirmar que es Dios encarnado, que se entrega como alimento a su Iglesia en la Eucaristía? Quien piensa de esta manera le da la espalda a Cristo. Y lo hace porque sabe que aceptar sus palabras tiene implicaciones muy serias, ya que, así como Él nos amó hasta entregarse, debemos amarnos y entregarnos unos a otros.
Por eso, san Pablo nos dice: “Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella”. ¡Pero cómo! Esto suena intolerable en una época en la que está de moda ser infiel de muchas maneras: desde darle prioridad al gimnasio, a los amigos, a la diversión, al deporte extremo y a los espectáculos inmorales, hasta ser impositivos, violentos, manipuladores y sostener relaciones prematrimoniales o extramatrimoniales. Una época en la que está de moda preocuparse ante todo por el trabajo o los negocios, en lugar de ocuparse de lo que la pareja siente, piensa, sufre o necesita. Una época, en fin, en la que hay quienes lo hacen todo por su familia, menos estar con ella. Entonces, eso de “hasta que la muerte los separe” suena inadmisible.
No morirán quienes esperan en Él
Sin embargo, las palabras del Señor son espíritu y vida; sólo ellas dan sentido y plenitud a la existencia. Conscientes de esto, como el pueblo de Israel, deberíamos exclamar: “Lejos de nosotros abandonar al Señor… por que el Señor es nuestro Dios; Él fue quien nos sacó de la esclavitud… hizo ante nosotros grandes prodigios, nos protegió por todo el camino que recorrimos… Así pues, también nosotros serviremos al Señor”. Y servir al Señor significa cumplir sus Mandamientos, en los que nos muestra el camino de la vida. Dios, como afirma el salmista, “salva la vida de sus siervos… no morirán quienes en Él esperan”.
Pedro lo comprendió; por eso, exclamó con fe: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Unidos al sucesor de san Pedro, el papa, podremos confesar quién es Cristo y lo que significa en nuestra vida; lo que significa para el mundo y para la historia de la humanidad; lo que significa para todo ser humano y para cada hombre y cada mujer, ya que Él “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”, como, en comunión con el romano pontífice, señalaron los obispos en el Concilio Vaticano II.
Quien confiesa a Jesús y le recibe en la Eucaristía entra en la dinámica de su amor, como lo ha recordado el papa Benedicto XVI, aceptando el reto de permanecer fiel, aunque algunos lo rechacen llamándole “mocho” por vivir con coherencia su fe; “aburrido” por no emborracharse en la fiestas ni aceptar diversiones inmorales; “mandilón” por ser fiel en su matrimonio y dedicar lo mejor de su tiempo al cónyuge y a los hijos; “ridículo” por vivir un noviazgo casto; “fanático” por defender la vida, la dignidad y derechos de toda persona humana; “tonto” por ser honrado y trabajador, y por proteger responsablemente el medio ambiente. Fortalecidos por el alimento de la Eucaristía, podremos dar tal testimonio, que muchos, tarde o temprano, dirán también a Jesús: “Señor, ¿a quién iremos?: Tú tienes palabras de vida eterna”.