“… Jesús enseñó a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer” (cfr. Lc. 18, 1)
Por José Ramón Reina de Martino.
Conocí a una mujer joven que sufrió una decepción amorosa. Sostuvo un noviazgo desafortunado con un varón. De esa desventurada experiencia resultó embarazada. Según lo que ella me contó, inicialmente la actitud de su novio ante este hecho fue de responsabilidad y apoyo. Incluso, le propuso contraer matrimonio. Ella, ilusionada, aceptó. Pero muy pronto lo que él ofrecía –protección y amor– resultó ser una falsedad.
Inmediatamente después del nacimiento de su hijo, por sugerencia de su marido, ella se quedó en la casa de su mamá para recibir una buena atención en los días de su recuperación. Una vez instalada ahí, su esposo se olvidó de ella. Prácticamente la abandonó. El mundo se le vino encima. Se sintió engañada, burlada, utilizada.
Pero gracias a esa crisis pudo experimentar la fuerza que viene de la oración, como encuentro personal con Dios. De hecho, me refirió que en uno de esos días especialmente complicados llegó a su casa luego de trabajar, con el ánimo atribulado. Pasando por la sala, vio sobre la mesa de centro una Biblia. La tomó. La abrió al azar y comenzó a leer. Me relató muy emocionada que del pasaje que leyó advirtió que cada palabra era para ella. ¡Nuestro Señor le habló claramente a su corazón en ese momento!
Quizá los problemas continuarían, pero la certeza de saber que a su lado caminaba el Señor, le daba otra perspectiva. ¡Pudo experimentar, en la oración, la Misericordia de Dios, como podemos hacerlo todos y cada uno de nosotros!
Para que lleguemos a esto la iniciativa siempre la tiene el Señor. Así nos lo recuerda el Papa Francisco en la Bula “Misericordiae Vultus”: “La Misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenos”. (MV, 9)
Por lo tanto, no es imposible alcanzar esta experiencia del amor de Dios. Él quiere enriquecernos con los tesoros infinitos de su gracia y de su Misericordia, y nos ofrece en la oración la oportunidad de beneficiarnos de estos regalos.
En la oración sabemos que estamos en la presencia de Dios
En esta presencia reconocemos que somos limitados, pequeños, pobres, necesitados de alguien que nos ayude, que nos haga posible obtener lo que con nuestras débiles fuerzas resulta difícil alcanzar. Es permitir al Señor que actúe en nuestra vida con su providencia y su sabiduría. Tomamos nuestro lugar y se lo damos al creador. San Maximiliano Kolbe así lo consideraba: “Con la oración conocemos nuestro puesto en presencia de Dios, quién es Dios y quiénes somos nosotros”.
En la oración obtenemos el bien de la presencia de Dios en nuestro corazón
Aunque podamos sentir que no obtenemos inmediatamente lo que solicitamos a Dios, de hecho estamos consiguiendo algo más profundo, algo más grande. Nuestro corazón se pone en comunión con el de nuestro Señor.
¡Un beneficio de gran valor! Unir nuestro corazón con el de Dios. El Señor no nos niega ese don. San Pío de Pietrelcina lo tenía muy claro, y lo decía: “La oración es nuestra mejor arma, una llave que abre el corazón de Dios. Háblale a Dios más con el corazón que con los labios, en ciertos casos hazlo solo con el corazón”.
En la oración nos abandonamos confiadamente en manos de quien sabemos que siempre nos ayudará y escuchará
Es la certeza de saberse escuchado, valorado, amado. Y sentir la fuerza para no desfallecer. Esa es la enseñanza del Papa Emérito Benedicto XVI, en su Encíclica “Salvados en la Esperanza”.
“Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo”. (Spe Salvi, 32)
En la oración no perdemos tiempo, lo invertimos. Acudimos a nuestro Señor abrumados por nuestros problemas, y somos bendecidos con algo más grande que resolverlos. Nos bendice la presencia, el amor, la gracia y la fortaleza del Señor.
También, al orar establecemos una relación profunda de amor con Dios, pues, como dice Santa Teresa de Jesús, “orar es hablar de amor con alguien que nos ama”.
Sea alabado Jesucristo.