Carlos Gasca Castillo

Hemos llegado al domingo treinta y tres del Tiempo Ordinario, y después de un largo caminar con Jesús arribamos a Jerusalén. Y ahí, junto al Templo, donde muchos se reúnen para la oración admirando la belleza de la construcción, es donde Jesús pronunció las palabras que escuchamos este domingo.

Una característica de la historia humana es que se va desarrollando a través de ciclos; un ciclo se abre y uno se cierra. Este proceso se puede verificar en el desarrollo mismo de las personas; un ser humano que nace cierra un ciclo e inicia otro; pasada la primera infancia termina uno y comienza uno más con la adolescencia, etcétera. 

Este proceso de abrir y cerrar ciclos implicará siempre un cierto sufrimiento, porque nuestra naturaleza humana busca siempre una estabilidad, un confort. El hecho de abrir y cerrarlos envuelve hacer un movimiento, sacar a la persona de la estabilidad en la que se encontraba para introducirla en una nueva situación; pero no termina ahí, sino que el movimiento continúa hasta que logra nuevamente un cierto grado de estabilidad. 

Hacer este movimiento y perder la estabilidad generará siempre temor, porque lo que se experimenta es una inseguridad ante el futuro. La pregunta de fondo será siempre: ¿Qué sucederá? Y junto a ésta más cuestionamientos siempre con relación en el futuro: ¿Cómo será? ¿Cumplirá con las expectativas? ¿Será mejor?

Cuando Jesús anuncia que de aquello que en ese momento admiraban no quedaría piedra sobre piedra, surgen inmediatamente las preguntas: ¿Cuándo? ¿Cómo sucederá? ¿Cuáles son los signos? Cuestionamientos que esperan una respuesta capaz de dar tranquilidad ante los cambios que se avecinan. 

Pero el Señor no deja a sus discípulos sin una palabra que los sostenga, por eso nos hace dos recomendaciones fundamentales: no se dejen engañar y perseveren.

Si por nuestra naturaleza buscamos siempre la estabilidad, entonces es comprensible que de alguna manera pretendamos que ésta no se pierda, por lo que todos de alguna manera experimentamos la tentación de querer asegurarnos el futuro. 

Y esto puede ser de muchas maneras, desde las formas más arcaicas como la magia, la lectura de cartas, la adivinación, etcétera., pasando por los juegos de azar, como la lotería, las apuestas, hasta las formas más modernas y en apariencia las más eficaces como la economía, la política, el trabajo, la cuenta de ahorros, etcétera. 

Ante esta tentación de querernos asegurar el futuro es importante la primera recomendación del Señor: “No se dejen engañar, vendrán muchos usurpando mi nombre, diciendo ‘yo soy el Mesías’” (cf. Lc., 21,8), es decir, “yo soy la solución a todos tus temores. Pero no les hagan caso y que no los domine el temor” (cf. Lc., 21,9). 

Ciertamente no es fácil superar esta tentación, la tentación de los falsos mesianismos y de las seguridades, ya que esto implica un acto de fe y de total abandono en la providencia de Dios, de ahí que sean sumamente consoladoras las palabras del Señor cuando nos dice por ejemplo: “No se inquieten, entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?» Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción” (Mt. 6,31-34). 

Esto me hace pensar en la perspectiva de futuro que tienen muchos jóvenes hoy, cuando las posibilidades son muy escasas, por la falta de empleo, por la competitividad en los trabajos, por la gran cantidad de profesionistas en una misma área, etcétera. O cuantos de nuestros jóvenes no se deciden a formalizar una relación por el temor al fracaso, a la imposibilidad de lograr los objetivos planteados. 

A quienes experimenten una sensación así será bueno recordar las palabras del Papa Emérito Benedicto XVI: “Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida” (Homilía al inicio del pontificado, 24 de abril de 2005).

Finalmente, la segunda recomendación: Sean perseverantes, pues “si se mantienen firmes, conseguirán la vida” (Lc. 21,19). Es ciertamente la exhortación a no caer en la tentación de abandonar la vida cristiana, sobre todo, en un mundo que ha puesto en tela de juicio todos los valores y las verdades fundamentales de nuestra fe. 

Es una exhortación a vencer el miedo, la apatía, la mediocridad, la indiferencia ante una sociedad que se desmorona precipitadamente porque ha sacado a Dios de su vida. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida es la exhortación al testimonio y a la fidelidad, sostenidos nuevamente por las palabras del Señor: “Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn. 16,33).