Carlos Gasca Castillo

Después de haber recorrido el camino cuaresmal, entramos en la celebración de la Semana Santa. La liturgia le da el nombre de Domingo de Ramos, “de la Pasión del Señor”, de ahí que los signos que nos ofrece la misma manifiestan el sentido de la celebración. El color litúrgico es el rojo, signo de la pasión; tenemos las palmas, que son símbolo del martirio; asimismo, la Procesión, que es una labor de fe pública en Jesucristo; finalmente, la proclamación de la Pasión del Señor, testimonio de la donación de Jesús en la Cruz.

Entonces, podemos decir que el sentido de la celebración de este día es hacer una profesión de fe pública en Jesucristo, muerto y resucitado, que con su martirio da testimonio de la obediencia a la voluntad del Padre y su entrega como víctima de expiación por los pecados del mundo.

Del evangelio les invito a retomar lo siguiente: después de que Jesús ha sido crucificado y ha muerto, dice el evangelista Mateo, que “el oficial y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y las cosas que ocurrían, se llenaron de un gran temor y dijeron: ‘Verdaderamente éste era Hijo de Dios (Mt. 27, 54)’”. Es decir, un grupo de hombres que eran considerados paganos, hacen una profesión de fe en Jesucristo cuando lo proclaman.

En nuestro tiempo esto es particularmente importante, porque nos ayuda a recordar que el Señor nos ha llamado a ser testigos, es lo mismo que decir mártires, en medio de la generación presente. Y podrá resultar un poco molesto para muchos, pero es verdad que vamos caminando con pasos agigantados hacia la apostasía, hacia el hecho de querer erradicar definitivamente a Dios de nuestra vida.

Los motivos pueden ser muchos, pero lo cierto es que en el fondo esta apostasía es el resultado de un largo proceso de secularización y de la falta de testimonios creíbles. Pensemos, por ejemplo, cuánta desilusión ha causado en muchísimos fieles los comportamientos antievangélicos de algunos presbíteros o el actuar cotidiano de tantos fieles, quienes están muy lejos de ser testigos del amor misericordioso de Dios, esto sin considerar otros acontecimientos que, igualmente, parecen contradecir la fe y van llevando a tanta gente a vivir una vida sin Dios.

La pregunta es, entonces: ¿qué tenemos que hacer? La respuesta la poseemos hoy en nuestras manos. Ve la palma que hoy tienes en tus manos, es un signo que representa el martirio, el testimonio, la entrega, el amor llevado hasta el extremo, al grado de donar la vida.

Esto nos coloca sobre la horma de Jesucristo y tantos santos que, siguiendo fielmente al Señor, han donado su vida como testimonio de amor y de fidelidad, por eso la palma será también un símbolo de que la muerte no será nunca el final del camino, de su victoria ante la muerte, del amor sobre el odio, de la fe y la esperanza ante el sinsentido de la vida.

Hoy con nuestras palmas aclamamos a Cristo, que entra en Jerusalén para ser clavado en la Cruz; va voluntario a entregar su vida, lo mueve el amor, su misión es ésta, pero la fe de un cristiano no está puesta en un Dios muerto, sino en uno que ha resucitado, que vive en medio de nosotros y al cual hemos aceptado como nuestro único Señor y Salvador.

Al hacer esta profesión de fe nos comprometemos a hacer lo mismo, es decir, a realizar en nuestra vida la misma misión de Cristo, por tanto, llevar hoy una palma en nuestras manos es decirle a esta generación que creemos en Cristo y que estamos dispuestos a dar testimonio de él, con la donación diaria de nuestra propia vida.

Cuando regreses a tu casa, coloca tu palma en un lugar donde todos la puedan ver, será el signo exterior de que en esa casa vive un cristiano, por lo tanto, un signo de que todos son bienvenidos y que ahí podrán encontrar a alguien que les pueda compartir el amor misericordioso de Cristo.