En el proceso de formación para ser sacerdote, hay un tiempo muy interesante. Muy enriquecedor: los años dedicados al servicio pastoral. La tarea encomendada era la promoción vocacional. Éramos dos seminaristas. Flamantes pescadores de hombres. 

La  red se lanzaba con la expectativa de que muchos se sintieran atraídos por el Señor. Los oyentes del llamado del Maestro  eran preponderantemente  adolescentes. Uno de ellos –lo recuerdo muy bien– significó una gran frustración. 

Estaba muy decidido. Concertamos una cita con los papás para formalizar su ingreso al seminario. Llegó el día y la hora del encuentro. Nos recibieron sonrientes, muy amables,  y permitieron que les explicáramos de qué se trataba la invitación. 

Cuando se enteraron, manifestaron una notoria sorpresa. Nos pidieron una semana para darnos una respuesta. El día convenido nos volvimos a presentar. Pero ahora el ambiente era diferente. Mucha seriedad. 

Un ambiente denso, que se podría cortar con un cuchillo. Por supuesto que abordamos el punto casi inmediatamente. Se lo preguntamos al muchacho interesado, que no articuló una sola palabra. 

Los papás intervienen  y le piden al chico que nos explique que no quería ir al Seminario, que aún no tenía madurez, que lo quería pensar bien, un abanico de argumentos aparentemente satisfactorios. 

El niño continúa mudo. Los papás lo conminan, y finalmente, entre sollozos nos dice: “¡Yo sí quiero ir!”. Insistimos a los papás. Comienza un drama. Todo fue inútil. Ya lo habían decidido. El muchacho no fue al Seminario.

Este domingo 15 de octubre, XXVII del Tiempo Ordinario, no permite descubrir la continua llamada de Dios para estar con Él. Sale a nuestro encuentro. Nos propone, Nos espera. Es muy claro en su invitación. Con sus manos patenas y misericordiosas prepara una innumerable serie de gracias que sacian nuestra alma.

“Tengo preparado el banquete” 

Con la figura del banquete, Lucas nos recuerda que el Señor quiere que todos participemos de su misma vida y de su salvación. Así nos lo refiere Pablo, en la primera carta a Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2,4). 

El banquete de las bodas del hijo del rey, es la gracia que se nos ofrece en Cristo muerto y resucitado para darnos la vida eterna. Ese plan de salvación, que tiene su culminación y su pleno cumplimiento al enviarnos el Padre  a su único hijo, se actualiza de muchas maneras a lo largo de nuestra vida. 

El 2 de abril de 1987 San Juan Pablo II se dirigía a los jóvenes chilenos reunidos en el estadio Nacional de Santiago de Chile y les decía: “¡Jóvenes chilenos: mirad al Señor con ojos atentos y descubriréis en Él el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia de cada uno”.

Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de Él sólo hay oscuridad y muerte. Vosotros tenéis sed de vida. ¡De vida eterna! ¡De vida eterna! Buscadla y halladla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la vida misma”.  

“Pero los invitados no hicieron caso”

Dios nos tiende su mano, y nos toca a nosotros aferrarnos a ella. Por lo tanto es necesario que estemos convencidos de que solo Cristo nos salva. Escucharemos, seguramente, junto con la invitación del Rey, al banquete de su Hijo, muchas otras voces que pretenderán presentarnos aparentes caminos de felicidad, de realización. 

Todo esto, sin Cristo, nunca será camino de salvación y de una vida plena. Si en algún momento dado nos parece más importante un asunto de este mundo, es que aún no hemos conocido el amor del Señor. 

Recientemente leía una idea muy interesante del padre Raniero Canatalamessa, predicador del Papa: “Nosotros creyentes hemos encontrado al Héroe, al único digno de ese nombre. Otros héroes han afrontado la muerte pero Jesús ha hecho más: la ha vencido” (El alma de todo sacerdocio, p. 95).

“Entrar al banquete con traje de fiesta”

Ponerse en camino hacia el banquete tiene consecuencias en nuestra vida. De hecho, la cambia totalmente. Debemos revestirnos con las obras de la fe y del amor para presentarnos dignamente ante el Rey. En el caminar hacia el banquete, el Señor nos va preparando. 

Nos purifica. Nos hace madurar en el amor. Lo dice el libro del Apocalipsis, cuando nos muestra a los redimidos como personas vestidas de blanco que han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero (cfr. Ap. 7,14).

No desaprovechemos la invitación de Dios a la gran fiesta de bodas.

Sea alabado Jesucristo.