Hace un poco más de una semana fui a la peluquería. Mientras era atendido por el peluquero, entró en el local un hombre joven con un niño pequeño. Eran papá e hijo. El niño después de examinar el lugar y hacer al padre algunos comentarios sobre las personas que ahí nos encontrábamos, pidió que le pasaran un periódico del revistero. 

Nada más al recibirlo, el papá le dijo “¿qué te parece si te lo cambio por el celular?” Sin esperar la respuesta del niño, alargó el brazo, tomó el periódico y dejó a su hijo entretenido con el celular. Una vez que revisó página por página el periódico, convencido de que no tenía nada que pudiera ofender a su niño, le permitió verlo.

Me pareció una actitud muy hermosa. Un papá preocupado, atento, impidiendo un daño a su hijo. Sin duda alguna refleja muy bien el amor paternal del Señor Dios por cada uno de nosotros. Siempre presente, siempre atento, vigilante, deseoso de manifestarnos el camino seguro, el camino de la vida. Preservándonos del mal. Lo demás, nos toca a nosotros: dejarnos conducir por Él, abandonarnos en sus manos amorosas.

En este tiempo gozoso de Pascua, Jesucristo quiere invitarnos a confiar en Él. Dejar a un lado toda tristeza, todo abatimiento, fruto de nuestro pecado, para estar alegres, seguros de que contamos incondicionalmente con la fuerza de su perdón. El Papa Francisco en la Vigilia Pascual señalaba: “Celebrar la Pascua es dejar que Jesús venza esa pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta sepultar todo tipo de esperanza”. 

A la luz de la Palabra de Dios en este tercer domingo de Pascua, ¿cómo acrecentar esa confianza?

En Cristo tenemos intercesor ante el Padre

Este es el mensaje que Juan con mucha determinación y claridad nos ofrece en la segunda lectura. “Él se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados”. A pesar de ser grandes e incontables nuestras ofensas a su amor, nuestro Señor nos ofrece su perdón, que debemos acoger con corazón agradecido. 

San Agustín, en los comentarios sobre los Salmos, tiene una hermosa percepción de la eficacia de  la intercesión del Señor en favor nuestro: “Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él para ti la vida; de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria”.

De un Dios siempre dispuesto al perdón y a la misericordia no podemos nunca dudar ni desconfiar.

Escuchando su palabra

Cristo se manifiesta a sus apóstoles, les permite verlo, pero, sobre todo, les dirige una palabra llena de luz y de fuerza. Son palabras siempre de ánimo, consuelo y paz. Las mismas palabras que esos hombres escuchan, asombrados y a la vez desconcertados, son las mismas palabras que en cada celebración de la Eucaristía nosotros escuchamos. 

Lo afirmamos en la aclamación con la que concluimos la proclamación del Evangelio: “Palabra del Señor, gloria a ti Señor Jesús”. Uno de los signos contundentes de la Resurrección de Cristo es la palabra que los discípulos escuchan. 

Palabra eficaz que todo aquello que promete, lo cumple. Palabra con la que renueva su alianza con todos los hombres. Contigo y conmigo.

Tomás de Aquino, en el bellísimo himno que compuso en honor a Jesús Sacramentado deja en claro que la palabra de Dios no es palabra vana, cuando dice: “Al juzgar de ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad”.

En tus tribulaciones, incertidumbres y preocupaciones no permitas que el fantasma de tus propias limitaciones y miedos, quite tu atención del Señor. Él está ahí. Descúbrelo, escúchalo y confía en Él.

Cumpliendo mandamientos obtendremos vida eterna

Si Cristo es nuestro intercesor, si su palabra continuamente se dirige a nuestros corazones para guiarnos, entonces la conclusión es decidir adherirnos a Él. Es la invitación de Pedro en su anuncio kerigmático en la primera lectura: “Arrepiéntanse y conviértanse”. 

Dejar el camino que nos aleja del Señor, decidir ir por camino de la Salvación, que se nos muestra claramente en el decálogo. Benedicto XVI en un discurso del año 2006 propone: “La fe y la ética cristiana no pretenden ahogar el amor. Sino hacerlo sano, fuerte y realmente libre: precisamente este es el sentido de los diez mandamientos, que no son una serie de ‘no’, sino un gran ‘sí’ al amor y a la vida”.

Sea alabado Jesucristo.

José Ramón Reina de Martino