El tercer domingo de adviento es una especie de puente entre la primera y la segunda parte del Adviento. En la primera mitad del adviento la liturgia orienta la mirada del creyente hacia la segunda y definitiva venida del Señor, su venida escatológica en gloria y majestad. La segunda parte del adviento orienta nuestra mirada hacia la contemplación del misterio de la Encarnación, la venida del Señor en la humildad de nuestra carne. Este tercer domingo de adviento, por una parte, anuncia ya el misterio de la Encarnación, pero por otra nos quiere hacer caer en la cuenta de que el Señor viene continuamente a nuestras vidas, y que esta permanente venida es condición para acogerle con alegría y amor cuando venga definitivamente. El Señor vino, el Señor viene y el Señor vendrá: esas tres venidas resumen la pretensión del tiempo de adviento.

Este domingo, conocido como domingo Gaudete (palabra latina que significa alegría) quiere despertar los sentimientos de buena alegría que produce saber que Cristo está cerca de nosotros, no sólo litúrgicamente, sino existencialmente. Buscando este objetivo la liturgia ofrece algunos símbolos: uno, la antífona de entrada, sacada de Flp 4,4, que comienza con esta exhortación: “estad siempre alegres en el Señor” (ya sé que muchos no tenemos en cuenta esta antífona y, por tanto, no la leemos, pero bueno es saber que existe y bueno sería sustituirla por un canto de entrada adecuado); dos, el cambio de color litúrgico, que pasa del morado al rosado; y tres, la primera lectura, tomada de Isaías, que invita al gozo y al regocijo.

El misterio de la Encarnación no es algo que afecta solamente a Jesús de Nazaret. Pues como bien dice el Magisterio reciente (Vaticano II, Juan Pablo II), inspirándose en la teología patrística, con su encarnación el hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Por tanto, en cada vida humana, vida de hija e hijo de Dios, se prolonga este misterio de unión de lo divino con lo humano. En cada vida humana se hace presente el misterio de Cristo: “a mí me lo hicisteis”, dice el Señor de la gloria cuando aclara a los que cuidaron del pobre y desvalido que él mismo estaba allí presente. Por eso no dice: “yo estaba contento porque cumplíais mi voluntad”, sino: “a mí me lo hicisteis”. A mí, o sea, yo estaba allí, presente en el necesitado. Del mismo modo que la humanidad de Jesús es el sacramento de Dios, su presencia entre nosotros, el desvalido o el enfermo es el sacramento de Cristo, su presencia entre nosotros.

Las lecturas de hoy (Isaías, salmo responsorial y Evangelio) van en esta línea: los signos de la presencia de Cristo y de su Reino se encuentran allí donde los ciegos ven, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios, el huérfano y la viuda son acogidos. O sea, allí donde se beneficia al ser humano, allí donde se cuida del hermano, allí donde el mal retrocede. Estos signos que Jesús hacía, estamos llamados a hacerlos ahora los cristianos, para ser así presencia de Cristo para el otro. Si el cristiano ve en el prójimo necesitado a Cristo que allí está mendigando su amor, el necesitado debe ver en el cristiano solidario y fraterno la presencia de Cristo que se acerca a él, dando amor.

La segunda lectura es una exhortación a la paciencia. ¿A quién le pide paciencia el autor de esta carta? A los injustamente tratados. Esta paciencia no pretende justificar ninguna injusticia, tampoco es una llamada a la resignación. Lo que busca es sostener a los atribulados en sus luchas y combates contra la injusticia. La venida gloriosa del Señor dejará muy claro que el mal no tiene ningún futuro. Esta esperanza sostiene la paciencia de los buenos y les impulsa a trabajar por el bien con todas sus fuerzas. En este sentido esta lectura nos invita a adelantar el Reino de Dios en todo lo que hacemos.

Así es como podemos vivir el adviento con esperanza y alegría cristiana, así es como podemos esperar la segunda venida de Cristo sin temor, así es como podemos celebrar gozosamente el misterio que en Navidad se nos recuerda. Adviento no es un tiempo para llenar la casa con compras superfluas, tampoco es un tiempo para ambicionar el dinero de una lotería que no nos tocará, sino que es tiempo para descubrir al Señor que se nos hace presente en cada hombre y en cada acontecimiento, tal como dice el prefacio de nuestra eucaristía (suponiendo que el celebrante considere oportuno proclamar el tercer prefacio de adviento).

Fray Martín Gelabert Ballester