Los cinéfilos poblanos disfrutaron la premier de La dictadura perfecta, del cineasta Luis Estrada.
La película de Estrada parece que describe la biografía de varios políticos mexicanos que encontraran en el corrupto gobernador Carmelo Vargas a su epígono, a su cloncito rumbo a Los Pinos, a su alter ego televisado.
La película parece más bien un manual que documenta cómo los políticos mexicanos, los gobernadores de la provincia mexicana, luego de escándalos de corrupción, pactan con las televisoras para pagarles infames sumas de recursos públicos y catapultarse a la presidencia de la república.
La ambición política del personaje de ficción, Carmelo Vargas, gobernante del PRI en la película, presenta las estrategias de los gobernadores provincianos de cualquier fuerza política, PAN, PRI, PRD, etc.
Vargas se queda hasta con la actriz de una telenovela para impulsar su candidatura presidencial.
La receta que aplica el gobernador Carmelo Vargas, sumergido en escándalos de corrupción, es la que han aplicado los gobernadores estatales en México para hacer que la población olvide sus problemas: la imagen del gobernante creada por una televisora, estrategia de comunicación pagada con recursos públicos.
El mundo de la televisión mexicana es desnudado en la película. Los medios electrónicos quedan muy mal parados en la cinta de Estrada.
La película abona a la ficción política pero la cinta de Estrada se acerca más al género de cine documental que al de la ficción política.
La propia realidad nacional con sus Chalchihuapan, sus Acteales, sus Tlalayas, sus Atencos, sus Igualas, supera con creces la historia contada en el filme de Estrada.
Al igual que sucedió en otras películas del mismo corte, como la ley de herodes (1999), película que despidió todo un siglo de gobiernos del mismo partido, el PRI; Un Mundo Maravilloso (2006), en el que con acidez retrata el ambiente del gobierno foxista, y El Infierno (2010), donde Estrada aborda el problema del narcotráfico y la violencia en México, en La dictadura perfecta Estrada vuelve a recurrir a Damián Alcazár —como si fuera su Jonhy Deep consentido— para que le dé vida al corrupto y autoritario gobernador Carmelo Vargas.
Durante algunas escenas, cuando el propio gobernador Carmelo Vargas intenta convencer en mensajes de televisión que es un político honrado, preocupado por la democracia y por las niñas Garza, secuestradas por un general del ejército, los cinéfilos estallaron en carcajadas.
Pero la risa que se escuchaba en la sala parecía más bien la reacción nerviosa de quienes saben que la película de Estrada, la cual se cataloga en la cartelera como una comedia, es más bien una tragedia, la tragedia de un país capturado por una clase política corrupta, incapaz de resolver los problemas de su país, pero que sí sabe cómo afrontar los “problemas” generados por las críticas sociales, es decir, recurre a la televisión, a la que “compra” o con la que pacta para denostar y acabar con los opositores, manipular a la manipulable y muchas veces desinformada opinión pública y volcarse a favor del sentimentalismo que acompaña cualquier precampaña política disfrazada de acto de gobierno.
La sala 4 VIP de Cinepólis, repleta, se dio el lujo de exhibir La dictadura perfecta, película que retrata con cierto sentimentalismo y mostrando tras bambalinas, la relación entre una televisora, comunicadores, entrevistadores, dueños de la empresa, y el poder estatal del provinciano gobernador Carmelo Vargas.
La película explota los clichés y en varias entrevistas el director Luis Estrada ha señalado que el gobernador Vargas está inspirado en personajes del priismo como los exgobernadores Ulises Ruiz, Fidel Herrera y hasta el poblano Mario Marín.
Pero si bien es cierto que en algunos momentos alguno de los personajes ocupa o realiza un guiño a estos políticos priistas que gobernaron sus estados, ninguno de ellos ocupó la televisión privada para posicionar una imagen y ganar la elección presidencial.
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El conflicto en la película podría ser el poder de la televisión que construye candidaturas presidenciales y destruye a los oponentes políticos.
La película obedece más bien a la didáctica de la denuncia que a alguna estética hollywoodense pero en el fondo la película, aunque se presenta de manera ficcional, es de un crudo realismo. El espectador se esfuerza por contenerse porque la película de Estrada presenta fríamente cómo se construye la información manipulándola, como las víctimas de la inseguridad son utilizadas por las televisoras y políticos para exaltar al máximo la sensiblería, el sentimentalismo, el chorro de lágrimas y venderle a la población, muchas veces crédula, la imagen de algún político con aspiraciones más allá de la geografía del estado.
El gobernador, Carmelo Vargas, autoritario, putañero, machista, asesino, amenazador, convierte sus vicios de carácter en las virtudes del político de la realpolitik nacional.
Vargas más que ser un personaje de ficción documenta la manera cómo la clase política nacional y los gobernantes de los estados entienden la relación del un gobernador con el poder legislativo.
El gobernador de la película asesina a sus opositores, como en el caso del diputado Morales, de un partido de oposición quien denuncia los excesos de Carmelo Vargas. Pero el colmillo retorcido, eufemismo que denota el alto grado de corrupción política de este sector de control, orilla a Vargas a firmar un convenio con la televisora más importante del país.
Esta parte de la historia más bien remite a lo que sucede en el país. Gobernadores capaces de empeñar el erario público en aras de sostener o impulsar una imagen política. Políticos que desaparecen y asesinan a sus opositores y con el poder del Estado en sus manos presentan las muertes de los opositores como actos de suicidio, accidentes, etc.
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Lo que cautiva de la película no es un ánimo, bastante panfletario de denuncia social o política, sino su muchas veces involuntario sentido del humor. El director, Estrada, confirma una vez más la realización del cine de tesis (la corrupción de la clase política impregna todo en este país) que se supera a sí mismo convirtiéndose en un cine de exaltación de los clichés para producir un poco de humor. Un humor frío sardónico y poco a poco silencioso que nos va diciendo que eso que transcurre en la película como ficción en realidad es lo que sucede todos los días en un país como México y en estados de la república como Puebla. El intercambio y el pacto entre gobiernos estatales y televisoras.
Carmelo Vargas entiende que todo tiene su precio. Los periodistas de la televisora, al seguir noche a noche, día a día, el secuestro de las niñas, Garza logran aumentar el rating y ascender en la escala de la televisora desplazando a un vetusto conductor de noticias que controla la agenda mediática del país, es decir, solamente publicitando los actos del gobierno.
El país de Vargas es el país donde no pasa nada y sucede todo. Sucede la represión en San Bernardino Chalchihuapan, en Puebla, donde se hiere de muerte a un niño indígena de 13 años durante una protesta social; la matanza de estudiantes en Iguala; suceden los asesinatos masivos en Tlatlaya, en fin, todo sucede, pero nunca hay responsables, sólo indagaciones, recomendaciones, en fin, pero los responsables intelectuales y políticos quedan al margen, exaltados por las imágenes de la televisión que controla y construye candidaturas.