Las palabras son mucho más reveladoras que los hechos.
Los verdaderos cambios empiezan por el lenguaje, escribió Octavio Paz alguna vez.
Las elecciones del fin de semana en Acción Nacional introdujeron nuevos rasgos para el estudio del momento en que vivimos.
De pronto, las notas de periódico empezaron a hablar de “los tradicionales”, para referirse al sector inamovible del PAN.
Antes hablaron con profusión de las familias “custodias”, en referencia a ellos mismos.
Tanto las palabras tradición como custodio tienen connotaciones muy conservadores, y ambas están vinculadas con la Iglesia católica.
En general, la tradición se entiende como lo más opuesto que hay a modernización y secularización de la vida social.
En el argot católico se llama custodia a determinados objetos preciosos de metal en los que guardan las hostias al cabo de su consagración.
Pero más que con eso, la custodia tiene que ver con el derecho a vigilar y castigar con base en la moral católica.
La tradición se refiere a la permanencia, la modernización y secularización, al cambio.
En nombre de conservar la tradición, en el siglo XIX, la Iglesia católica tenía estrictamente prohibido la lectura de ciertos libros y autores.
Tenía lo que se denominaba un Index librorum prohibitorum et expurgatorum, algo así como la “lista (o índice) de libros prohibidos”.
En nombre de la tradición el país se ensangrentó más de una vez y fue insaciable con sus propios hijos.
Durante el porfiriato estaba prohibido hablar de la Revolución francesa porque, se decía, incitaba al desorden social y su enseñanza era enemiga de la tradición nacional.
Don Lucas Alamán, uno de los partidarios de la monarquía y uno de los hombres más lucidos, afirmaba que los del Partido Conservador se hacían llamar así porque querían “conservar” a México.
Su aseveración era en referencia a los del Partido Liberal, para quienes el mayor problema era justo el dominio de la tradición colonial que tenía al país dividido en castas.
Tradición y costumbres son sinónimos, y se les tiene como conductas que se trasmiten de padres a hijos sin variación alguna.
Lo que es equivalente a decir que en esa clase de estructuras no tiene cabida la movilidad social.
Los pobres son pobres por mandato divino y de la santa sobrevivencia del más apto y fuerte.
Los conservadores del siglo XIX que anhelaban una monarquía, apelaban a la tradición nacional de tres siglos de Colonia.
Los liberales querían un país a imagen y semejanza de los más modernos de entonces, con una población en la que todos fueran propietarios e iguales ante la ley.
Unos estaban por la organización de un país centralizado, dividido en departamentos sin ninguna clase autonomía.
Los otros, por un país republicano, federal y representativo. En el que hubiera una división de Poderes, en Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
Unos 190 años después de firmados los tratados de independencia, seguimos atrapados en la misma discordia: ni somos una república plena ni una monarquía constitucional.
Las fuerzas de la tradición (léase intereses económicos) opuestas al cambio son las mismas, salvo por el nombre.