La figura mítica que ha construido en torno a su persona Andrés Manuel López Obrador (AMLO), está plagada de contradicciones sugerentes.
En sí mismo, AMLO constituye un objeto de estudio, su solo nombre tensa las discusiones de sobremesa e incluso es capaz de incitar reflexiones profundas en los viejos y trasnochados círculos académicos traumados por la caída del muro de Berlín y motivados por la nostalgia de un México perdido.
“El Peje”, apelativo que ganó a creces por su carisma folclórico y su acento plagado de regionalismo, ha ganado un lugar propio en la apolillada vitrina de los populismos latinoamericanos; de eso no cabe la menor duda.
A propósito de su campaña presidencial, detrás del águila juarista —emblema de “un gobierno legítimo” que ni siquiera él mismo hoy reconoce— López Obrador visitó la entidad en su segundo intento por pernoctar en Los Pinos, combatir a “los malvados” desde el poder para, finalmente, liberar a México de “la mafia” de los sexenios de autoritarismo priista y panista.
AMLO es capaz de comunicar toda una ideología plagada de falsa “insurgencia”; se trata de un verdadero discurso legitimador que llegó al país con un retraso de más de 30 años, en la que la experiencia argentina de Juan Domingo Perón y la chilena de Salvador Allende lo confirman.
Ante la gente de San Martín Texmelucan y frente a pequeños y medianos empresarios de la capital, López Obrador hizo lo que mejor sabe hacer: criticar las estructuras del poder; en su esfuerzo tundió contra Rafael Moreno Valle asegurando que, “en apariencia, el actual gobernador llegó al poder a través del PAN pero incurre en prácticas idénticas a las de su antecesor, a quien tanto criticó”.
AMLO apeló a un lugar común mientras que Casa Puebla optó por la completa indiferencia; Moreno Valle, “ni lo escuchó ni lo vio”.
¿Cuál es la estrategia de López Obrador para volverse a ganar el favor de los sufragios?
Hacer una retrospectiva y volver a los clásicos; su mirada está puesta en el pasado: democracia participativa, ostracismo internacional, estructuras de cogobierno entre autoridades y ciudadanos, fusión absoluta entre el Estado y el mercado, “justicia social” —por cierto, el lema es del PRI—, sin olvidar el compromiso del gobierno con el asistencialismo de aquellos que menos tienen y, en consecuencia, la centralización a ultranza y el excesivo personalismo de la función pública necesarios para tal efecto.
En suma, de un pasado de un país que no es México. Aquí, a diferencia del resto de América Latina, jamás ocurrieron transformaciones de ese calibre y ahí está, sin duda, la “vanguardia espuria” de López Obrador sintetizada en una frase simple, comprensible de un solo golpe para sus miles de letrados —y no tan letrados— votantes: “que el poder esté al servicio de la gente”.
Para lograrlo se le ocurrió cambiar la Constitución siguiendo como base su “proyecto alternativo de nación” para transformar el diseño de poderes y, tal vez, hasta hacer posible que el preámbulo de su imaginaria Carta Magna comience con la frase “nosotros, la gente”.
Nos encontramos frente a una genuina pieza de museo que se ha enterado, probablemente por su cuenta de Twitter, que los tiempos han cambiado y que está haciendo campaña —desde hace 10 años— en el México del siglo XXI.
AMLO está en riesgo de correr con la misma suerte de Cuauhtémoc Cárdenas: contender sin competir realmente, y rebajar a la izquierda al bochornoso sitio de la tercera fuerza nacional.
Para impedirlo, Marcelo Ebrard hoy se perfila, con todo y “su gaviota” bajo el brazo, como “el salvador del PRD”, mientras que Andrés Manuel está más lejos de la competencia y más cerca de la mistificación.
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