Todas las encuestas coinciden en un solo punto: el próximo presidente de la República mexicana será Enrique Peña Nieto. A casi dos semanas de haber ocurrido el primer debate presidencial, oportunidad idónea para que los porcentajes cambiarán radicalmente de naturaleza y de tendencia, las cifras permanecen imbuidas en una inercia singular, no se mueven, prácticamente oscilan dentro de los intervalos de su propia varianza.
A 59 días de campaña no existe una sola casa encuestadora que le otorgue la posibilidad del triunfo a Josefina Vázquez Mota o Andrés Manuel López Obrador. Milenio GEA/ISA registra 43.7 por ciento a favor del candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional; 41.9 es el pronóstico publicado por El Universal —incluso por Grupo Reforma— y avalado por Buendía & Laredo; Excélsior registra los números más altos: 45 puntos, según Ulises Beltrán y Asociados.
Desde luego existe una triple perversión sumergida en cada uno de estos datos. La primera pertenece al terreno simbólico de la política: más allá del coeficiente de fiabilidad, de la hechura metodológica o de los inocultables compromisos de estos diarios y de sus empresas; las encuestas han logrado desterrar la incertidumbre de la arena electoral. Nos encontramos frente a un abismo autoritario, frente a la posibilidad de asegurar quién ganará como resultado de una elección presidencial. Con mucho esfuerzo —según las mismas fuentes— la mitad de los 77 millones de electorales acudirá a las urnas el próximo 1 de julio con una certeza anticipada sobre los resultados de la elección. Si en los próximos días todo sigue igual inevitablemente estaremos reinaugurando, en pleno siglo XXI, la era de las elecciones plebiscitarias.
La segunda perversión está relacionada con la propia naturaleza del cambio político. Nunca me ha dejado de sorprender la singular “rebeldía” del sistema político mexicano; su patología lo obliga a comportarse muy lejano de los cánones tradicionales. Si las encuestas resultan ser ciertas, si el PRI gana la elección presidencial con un margen tan amplio de ventaja —entre 15 y 22 puntos porcentuales, según todas las fuentes—, habremos reinventado la lógica de lo inédito, pues en ninguna parte del mundo un régimen que ha transitado rumbo a la democracia y que ha atravesado por una alternancia exitosa ha involucionado hacia los viejos polvos autoritarios, vía los procedimientos democráticos. Nos encontramos en la antesala de una verdadera restauración votada. ¿Quién lo hubiera dicho? Las urnas sacaron al PRI, y serán las urnas las que lo traerán de vuelta, esto es asombroso y escalofriante.
La tercera perversión es todavía más sutil: se trata de la dimensión corporativa de las encuestas; es decir, de la negación del individualismo que representa el sufragio sumergido en la masa de los porcentajes. Ante una distancia tan abismal entre la primera y la segunda fuerza, alrededor de un cuarto —según datos de Grupo Reforma— de los ciudadanos que piensan votar permanecen “indefinidos”, esto quiere decir que no están convencidos por ninguna de las opciones posibles, y tal vez así se mantendrán a causa de un discurso utilitarista que no tiene sustento democrático: “el voto debe servir para confirmar la victoria del candidato puntero o para evitarla a toda costa”; en eso concuerdan todas las páginas editoriales. Reacciono en contra y tajantemente: la particularidad del sufragio es tal que sólo cobra sentido para el ciudadano que lo emite. Únicamente desde esta visión podríamos recuperar la incertidumbre, la democracia ausente.