Vayamos al pasado, describámoslo como es debido, sin apasionamientos de ningún tipo: las instituciones políticas emanadas del pacto social revolucionario surgieron por la interacción y el desacuerdo propiciado por las fuerzas sociales existentes, así como por el gradual desarrollo ocurrido al interior de los procedimientos y dispositivos de organización diseñados para resolver dichas discrepancias. A medida que las fuerzas sociales se hicieron más heterogéneas, las instituciones se tornaron mucho más complejas y autoritarias.
Con el paso de las décadas el sistema presidencial mexicano logró concretar una compleja red de relaciones a nombre del Estado, sirviendo como el emblema de unidad al interior de sus fracciones dominantes. Hace tres décadas el poder del presidente radicaba en la institución y no en la persona, pero dicho poder era impensable sin el consenso ejercido por el mandatario en turno vía el cuerpo de instituciones que de su figura política sistemáticamente emanaban.
Desde su origen y durante mucho tiempo, el PRI se mantuvo como un cuerpo de alianzas capaces de cooptar las fuerzas políticas del nuevo Estado. Podía concentrar una estructura lo suficientemente amplia y compleja como para asegurar el relevo pacífico de los mandos públicos, mantener instituciones capaces de cooptar amplios sectores al proceso político de manera organizada y limitada, dotar a la elite gubernamental de un amplio margen de maniobra, así como instaurar un régimen con la apertura suficiente como para basar su dominación en el mínimo grado de represión, asegurando la subordinación de las fuerzas armadas a los mandos civiles. En fin, si algo sabía hacer muy bien “el viejo régimen” era disminuir la brecha existente entre una práctica autoritaria y una formalidad democrática, consiguiendo con esto una legitimidad adicional en su desempeño gubernamental.
Desde luego las cosas han cambiado, la primera cámara de gobierno dividido en San Lázaro, la LVII Legislatura (1997-2000), intensificó un proceso democratizador que culminaría con el fin de la persistencia en el poder del PRI en Los Pinos. Desde entonces —y casi de manera inmediata— las viejas reglas del juego se entremezclaron con nuevos comportamientos y prácticas de reproducción sistémica. Como resultado, hoy una Torre de Babel impera en el sistema político mexicano, costumbres autoritarias coexisten con comportamientos francamente democráticos.
Regresemos al presente, que siempre se agradece: hace menos de diez años sería impensable que los gobernadores de los estados tuvieron el nivel de protagonismo del que hoy gozan; todos, sin excepción alguna, hacen proselitismo montados en el “caballo fraccionario” de su preferencia, desde su trinchera difunden y apoyan públicamente una visión propia del “proyecto de nación” que la fracción de su partido desea. En tanto que los secretarios de Estado sin apartarse ni un segundo de su investidura, hacen campaña con el mínimo respeto a la oficina que encabezan.
Francamente no sé hasta dónde las viejas reglas del sistema rijan el estado del orden político actual; sólo recuerdo que uno de esos viejos preceptos solía decir: “el que cobra los impuestos no puede llegar a ser presidente de la República”. A propósito de las aspiraciones de Ernesto Cordero, secretario de Hacienda y Crédito Público, no sé hasta dónde esta vieja encomienda siga vigente.