Una de las mentes más brillantes del siglo XX, una mujer nacida en Hannover en 1906 en el seno de una familia judía, a principios de la década de los años 60 nos enseñó que “el mal”, es decir, la fabricación impune y sistemática de cadáveres siempre concurre plagada de un tipo de “banalidad” indignante para todos aquellos que aún cuenten con sensatez en la venas y aprecio por la vida en el espíritu. El legado vital de aquella tremenda teórica de la política llamada Hannah Arendt, considerando magnitudes, tiempos y circunstancias, podría darnos más de una clave para entender el contexto tan atroz por el que hoy México atraviesa.
“La guerra contra el narcotráfico”, así tipificada y declarada por el presidente Felipe Calderón en Puebla un 5 de mayo, frente al monumento a Ignacio Zaragoza, le ha costado al país la vida de más 40 mil de sus ciudadanos en el que se confunden una mayoría abrumadora de inocentes con una pequeña cifra de culpables. Las muertes del “narco” —hoy tratado por el discurso oficial con el mote de “crimen organizado”— son patrocinadas casi en su totalidad por quienes “van ganando la batalla”; cito, desde luego, la publicidad de un régimen que intenta justificar lo injustificable: la producción causal e indiscriminada de cadáveres.
Sin embargo, todo tiene una razón de ser: todo “para que la droga no llegue a tus hijos”. ¿Qué futuro tendrán esos jóvenes en un México en el que la violencia se está convirtiendo en una cultura, en una forma de vida? Ningún presidente durante el siglo XX mexicano, ni siquiera el más autoritario de los priistas —y mire que consideré a Gustavo Díaz Ordaz y Carlos Salinas de Gortari— se atrevieron a tanto. La enseñanza de Arendt, desafortunadamente aplica por primera vez para el caso mexicano: la banalidad recubre al mal de una ceguera singular.
En ese contexto, siempre atroz e indignante para la masa de ciudadanos cautivos e incrédulos de este “baño de sangre” que está destiñendo la gobernabilidad democrática de la nación, el partido en el poder, el Partido Acción Nacional —responsable indirecto de esa tragedia— hace campaña con “precandidatos” espurios y poco convincentes: Santiago Creel Miranda, Josefina Vázquez Mota, Alonso Lujambio y Ernesto Cordero; todos ellos no son más que un botón de muestra, siempre infame y mediocre, del desempeño de un gobierno que no le tiene respeto a los derechos humanos, cada uno en “precampañas” permanentes sosteniendo posiciones banales ante el desempeño de la política económica; todos, en suma, indiferentes o ignorantes de las necesidades reales de los mexicanos deseosos de una vida sin violencia.
La crisis por la que atraviesa el Partido Acción Nacional no tiene precedentes. Ningún suspirante es capaz de romper con “la línea impuesta por el presidente”; ni si quiera Santiago Creel y menos aún Josefina Vázquez Mota se atreve a discrepar públicamente sobre la política de seguridad nacional ejercida impunemente por Felipe Calderón Hinojosa. Una disciplina tan férrea entre el Ejecutivo y los “precandidatos” de su propio partido no se había visto ni en los mejores tiempos del Revolucionario Institucional. Si don Fidel Velázquez viviera, no me cabe la menor duda que los pondría como ejemplo de patriotismo y “amor por México”.
El PAN a nivel nacional es una fuerza política autista y desgastada, trastornada y francamente acorralada por la desventura de sus propias circunstancias; su única salida, pensando desde el espacio de la inocencia, consiste en “hacer posible lo imposible”: ganar el favor del sufragio de un electorado predispuesto a votar en su contra.
Cronos y crisis
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