La llegada de Benedicto XVI a tierra azteca —mejor dicho a León, Guanajuato— ha hecho saltar por los aires el discurso juarista, liberal y hasta progresista de una república laica. Cuando se tocan estos temas la tentación por hacer una apología de la Reforma en el siglo XIX y la Cristiada ocurrida en el XX siempre está latente. Intentaré navegar entre el humo de las veladoras y las imágenes de los escapularios mentales, y alejarme de los lugares comunes sin caer en el abierto anticlericalismo. Advierto que el riesgo está latente pues intento reflexionar sobre una fábula, una mentira histórica, algo que en mi opinión es muy difícil sostener ante la realidad de los hechos: la laicidad del Estado mexicano.
Poco queda del espíritu original del artículo 24 constitucional. Los constituyentes de 1916-1917 habían prohibido estrictamente la celebración de cualquier culto fuera de los recintos religiosos. Las procesiones de los santos eran impensables pues, de llevarse a efecto, terminaban casi siempre en violencia y arrestos arbitrarios, sin embargo el anticlericalismo de la clase política posrevolucionaria, más que sostenerse en una ideología profunda o en un proyecto político deliberado se suscribía a un simple “ajuste de cuentas”. Es un hecho difundido que el alto clero de principios de siglo pasado, apoyó abiertamente a la coalición restauradora encabezada por Victoriano Huerta, precisamente la fracción contraria al grupo constitucionalista — sonorense finalmente—, que terminó ganando el conflicto revolucionario. Cuánto ha cambiado México desde entonces la flexibilización en “las relaciones entre la Iglesia y el Estado” se ha convertido en una “comparsa amigable”: los curas no llenan recibos de honorarios y sus templos y conventos —argucias de la desamortización de los bienes eclesiásticos— son restaurados con dinero público. El alud de visitas papales no fue en vano.
En cuanto a la función, me refiero al “ejercicio pastoral” de la Iglesia católica, claramente ha obviado una y mil veces la laicidad del Estado consagrada por el texto constitucional. Durante buena parte del siglo pasado los sacerdotes sólo se les concedió, de jure, la nacionalidad negándoles sus derechos políticos, a ninguno se les reconocía su ciudadanía ni activa ni pasiva; no obstante, de facto, hacían —tal vez debo conjugar el verbo en presente— con mucha frecuencia una de las cosas que mejor saben hacer: usar el púlpito como tribuna política. La historia de este país es impensable si no consideramos las alianzas entre párrocos, curas, obispos y arzobispos con candidatos, alcaldes, diputados, gobernadores y presidentes del momento —por no hablar de las alianzas que también ocurren con los sistemas ilegales—. En fin, no me interesa enfrascarme en una discusión casi renacentista sobre “el conflicto de las investiduras”, sólo dejemos en claro que, en cuanto a la Iglesia se refiere —aquí debería escribirlo en plural—, “su reino no pertenece a la tierra”… una consigna que, claramente, ni siquiera en el discurso toman en cuenta.
Un papa decimonónico llega a México: oficiará misa en español y tal vez hasta en latín. Pertenece al ala más conservadora de la política vaticana, ese es parte de su encanto, conserva el aire de un pasado que ni siquiera nuestros bisabuelos presenciaron. Miles de feligreses y uno que otro curioso —tal vez siguiendo la sombra de Juan Pablo II— acuden a su primer encuentro en tanto el Senado, convenientemente discute el proyecto de reforma a los artículos 24 y 40 constitucionales; de aprobarse, se adjetivará a la saciedad el texto de la Carta Magna con “la laicidad” que a casi un siglo de su vigencia se ha desvanecido por los confesionarios y los altares de México, si es que alguna vez realmente existió.
El arte de la política