Para nadie es un secreto que una encuesta es una radiografía que exhibe, con mayor o menor precisión metodológica, un posicionamiento temporal o permanente sobre una realidad casi siempre regulada por una coyuntura, por un momento suspendido en el tiempo. Cuando esta herramienta, naturalmente estadística, es utilizada para medir el rango de las preferencias electorales el asunto se torna complicado por varias razones que, dicho sea de paso, rara vez se analizan en los medios de comunicación donde estas encuestas son tan demandadas.
Una primera dificultad tiene que ver con la naturaleza misma de las preferencias. Un periódico de circulación nacional como Milenio, que prácticamente publica “encuestas” diarias, parte de un prejuicio esencial: cualquier hecho o escándalo inesperado podría inclinar la balanza al candidato o candidata que tuviera en ese momento el azar a su favor; de otro modo no se explicaría “la pertinencia” de esta periodicidad. Desde luego, la realidad dista mucho de este planteamiento, las preferencias electorales son mucho más estables de lo que nosotros pudiéramos imaginarnos por la sencilla razón de que el sufragio es un acto de convicción, y los ciudadanos no cambiamos de convicciones todos los días.
Esto explicaría la inercia en los resultados, así como el consenso que muestran las cifras presentadas por cada una de las casas encuestadoras desde Mitofsky, pasando por GEA-ISA, hasta María de las Heras. Ninguna discrepa en lo sustantivo frente a la pregunta: “si la elección presidencial fuera hoy, ¿usted por quién votaría?” Todas han declarado ganador al candidato del Partido Revolucionario Institucional, sin embargo ninguna lo ha hecho con el mismo margen de ventaja. Las distancias entre PRI y PAN oscilan entre 14 y 29 puntos; entre 14 y 31 puntos entre el PRI y el PRD. Algunas encuestas empatan a Josefina Vázquez Mota con Andrés Manuel López Obrador, en tanto que otras pronostican una derrota contundente del tabasqueño. El caos detrás del aparente consenso sobre el puntero es instigador.
¿A qué se debe semejante escala de distorsión? Nunca antes un proceso electoral ha concentrado tal cantidad de indecisos, las mismas fuentes registran entre 18 y 33 por ciento —aquí tampoco hay consenso estadístico—. Si el día de la elección las cosas se confirman tendremos boletas sufragadas por una mayoría abrumadora de “electores” —ciudadanos que sistemáticamente votan por el mismo partido— contra una exigua minoría de “votantes” —ciudadanos críticos que en su historial han votado por partidos distintos— y que por obvias razones son más susceptibles a estar indecisos.
¿Cuál es el problema? Muy complejo y muy difícil de ser detectado por una simple encuesta: los “electores” de cada partido no se encuentran repartidos homogéneamente en el territorio nacional. Siguiendo una publicación reciente del periódico Reforma: López Obrador registra 28 y 29 por ciento de intención del voto en el centro y sur del país; contra 44 y 38 por ciento presentado por Peña Nieto, respectivamente. Cabe aclarar que, aunque las distancias siguen siendo muy holgadas, estas dos zonas concentran poco más de la mitad —55 por ciento— del padrón nacional. El problema, en consecuencia, no ocurre en el terreno de las preferencias, por el contrario, acontece a causa de la distribución sui generis de electores y votantes en la cartografía electoral. Si mi hipótesis es cierta, la inmensa ventaja de Enrique Peña Nieto obedece a una ficción estadística.
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