Varios días han transcurrido y la conclusión no podría ser otra: en una democracia no existe ganador absoluto de un debate. Las múltiples encuestas que hasta el momento han arrojado ganadores y perdedores no miden otra cosa que la percepción previa al acontecimiento mismo; es decir, aquellos votantes que simpatizaban con Josefina Vázquez Mota, Andrés Manuel López Obrador o Enrique Peña Nieto persisten en esa preferencia un día después del debate. No hay fotos, por más comprometedoras que sean o declaraciones tendenciosas, no existen aburridas clases de historia o documentos tangibles, seductoras edecanes y tampoco candidatas “diferentes” pero solitarias, capaces de cambiar la orientación del votante una vez que ha tomado una decisión.
Aunque ciertamente el sufragio sea motivado por cálculos, incentivos y fines diversos es, en todo caso, un acto de convicción plena. Este hecho a veces tan olvidado es el culpable de que nadie acepte que su candidato —lo que no necesariamente se convierte en su partido— resultara ser el peor posicionado o siquiera haya salido amedrentado por sus adversarios. En los debates en democracia todos ganan y también todos pierden. El único parámetro para diferenciar quién es quién es la percepción individual de cada uno de los electores —recalco— construida mucho antes del debate. Esta enorme escala de distorsión es natural en la democracia, la forma más política y frágil de todas —recordando viejas enseñanzas de Platón—, donde la pluralidad emerge incentivada por la libertad de pensar y de ser distinto a los demás.
Probablemente no le convenzan mis argumentos. Y tal vez esto ocurra porque en todo debate existe un “eslabón perdido” que, de acuerdo al caso reciente, lo representa nada menos que Gabriel Quadri. ¿Cómo es posible que un candidato que no registraba ni 2 por ciento, justo la noche del debate, haya alcanzado entre 4 y 9 por ciento de las preferencias del electorado? La respuesta es muy simple: el debate sólo incide en los indecisos; es decir, si antes de la confrontación entre presidenciables usted todavía no tenía claro el rumbo de su sufragio, muy probablemente decidió a partir de todo lo ocurrido en este maravilloso espectáculo que el IFE nos preparó a millones de mexicanos.
Como toda opción —no competitiva, pero opción al fin— Quadri “acarreó agua a su molino” con el argumento de su ciudadanía. Una trampa muy fácil de asimilar para todos aquellos no versados en el tema: un político es un ciudadano, activo y pasivo, desde el momento en que vota y es votado. La etiqueta de su “ciudadanía” que por cierto, nadie aquí se la desmiente pues no es un apátrida, la utiliza para desmarcarse de los partidos tradicionales, de la clase política y al mismo tiempo le es muy útil para esconder los innegables lazos corporativos que lo ligan a un poder burocrático de un enorme capital político, y de paso a la corrupción deleznable del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y de su lideresa vitalicia Elba Ester Gordillo. En fin, no nos centremos demasiado en Quadri, sino en la enfermedad que confirma: la crisis profunda de credibilidad e identidad por la que atraviesan los tres grandes partidos de México.
Y ya para terminar y no dejar cabos sueltos, ¿qué pasa si usted aún no está decidido por ninguna de las cuatro opciones? No espere al siguiente debate, tal vez sea infructuoso, me parece que a usted le queda un solo camino: advierto que se trata de una tentación profana y que a pesar de su mala prensa es la única opción digna par muchos, me refiero a la nulidad del sufragio. Sobre ese tema prometo conversar en mi próxima entrega.
El arte de la política