Hace un par de meses —el pasado 13 de abril para ser precisos— en este mismo espacio, en Intolerancia Diario, publiqué una columna entonces muy polémica titulada: “Sobre la restauración”. ¡Cómo han cambiado las cosas! Aquel “delicado tema” hoy en día circunda el discurso favorito de la presente contienda: la posibilidad de un retorno, vía elecciones libres, medianamente equitativas y transparentes del partido histórico que gobernó México durante más de medio siglo.
¿Me pregunto si estamos frente a una “vuelta de tuerca” a la era corporativa y centralizadora que prosiguió a la Revolución mexicana? Y ya que en ésas andamos, también valdría la pena preguntarse ¿si acaso, la democracia mexicana fue una excepción, ante la regla de la persistencia autoritaria? Carezco de un oráculo capaz de revelarme el futuro; no me atrevería a adelantar ninguna respuesta, lo único que puedo hacer es plantear una tendencia:
Para empezar me parece pertinente reproducir un breve fragmento de aquella controvertida columna: “algunos pudieran argumentar que la alternancia, es decir que el PAN pierda la Presidencia de la República terminaría por confirmar las tesis sobre la movilidad del poder. Desafortunadamente no es tan simple. Si ese escenario se cumpliera existiría una retrogresión, una suerte de “restauración” autoritaria, pues el PRI volvería a Los Pinos con una mayoría abrumadora de gobernadores y Congresos locales y con un inmenso margen de maniobra en San Lázaro”. Después de dos meses de haber sido escrita, mi idea ya hasta parece obvia; no es casual, se trata del discurso más reproducido por las páginas de la prensa nacional y local. Frente a sus muchos adeptos y denostadores; me permito reflexionar sobre el asunto con mayor precisión:
La fragilidad de nuestra democracia no tiene parangón con ningún otro país en el mundo. La historia comenzó cuando Vicente Fox, imposibilitado para poner en operación el viejo “dedazo”, intentó utilizar el brazo judicial del Ejecutivo —la Procuraduría General de la República— para sacar de la contienda a un candidato que jamás ha gozado de sus preferencias. Como resultado, y con un margen estrechísimo entre la primera y la segunda fuerza —y una duda histórica sobre “un fraude electoral”—, Felipe Calderón debió legitimarse combatiendo lo inextinguible. Un sexenio después, los saldos de una guerra absurda han contabilizado más de 60 mil muertos y 25 mil desaparecidos, por no abordar las incontables violaciones a los derechos humanos y las garantías individuales cometidas por las Fuerzas Armadas. Y por si eso fuera, a manera de epitafio de su extinta ciudadanía, el IFE nos ha arrebatado la libertad de expresión a candidatos y ciudadanos —le llaman veda electoral— ejerciendo nuestra democracia como si se tratara de su patrimonio personal; en tanto que los partidos despilfarran una cantidad impresionante de contribuciones sin castigo alguno.
Si mi hipótesis sobre “la restauración votada” es cierta; el próximo 1 de julio no estaremos frente al comienzo de un proceso sino frente a su probable culminación. La pregunta es escalofriante: ¿realmente transitamos rumbo a la democracia? Del respeto por los resultados y de la civilidad deseada dependerá mi respuesta.
El arte de la política