Su determinación es tan inquebrantable que del día nefando en que agonizaba con las venas vacías y las alas de la paloma negra batiéndole en la frente, regresó en solitario a plantarse como el mejor torero de la historia. La mañana del pasado 16 de septiembre hizo y deshizo el toreo con la belleza y la perfección de un ánfora romana que en su sobriedad habla de dioses y de fantasías.
Colgado el cartel mítico de no hay billetes, dicen que treinta minutos antes de que empezara la corrida los tendidos del coliseo romano que es la plaza de Nimes, estaban a reventar. Corrida de postín. En las barreras se sentaron embajadores, artistas, cantantes y un premio Nobel de Literatura. Mario Vargas Llosa acudió a renovar sus votos matrimoniales con la tauromaquia: “Yo te tomo a ti por esposa y prometo amarte todos los días de mi vida, en lo próspero y en lo adverso”. Los aficionados, expectantes como niños radiantes y presintiendo lo que iban a testificar en las siguientes horas, celebraban jubilosos y por adelantado. Empezó la encerrona. Las notas imponentes de la marcha de El toreador, acompañaron a las cuadrillas. En cuanto apareció por la puerta, el público lo recibió de pie y pronto la ovación se convirtió en palmas por bulerías que son signo de jaleo y regocijo. No era para menos, los arcos milenarios del edificio, las notas de la ópera Carmen de Bizet y José Tomás vestido de negro y oro atravesando la arena, eran motivo más que suficientes para una fiesta.
Desde que largó trapo, el diestro se puso a tono con el anfiteatro romano y su quehacer fue clásico. En la carátula del reloj para contar eternidades que era el ruedo, a verónicas y chicuelinas augustas inició las pausas y movimientos de las manecillas que acompasarían el decurso. Toro a toro, detuvo el Tiempo por un tiempo y escribió la Historia con su propia historia, pero fue en el cuarto, un bellísimo ejemplar de Parladé, cuando se encontró consigo mismo como si asistiera a una cita marcada por el destino, en la que los dioses del Panteón latino hubieran hecho hasta lo imposible para que aquel momento se cumpliera. Los gritos eran lejanos y el aire aguantaba con hilos sus muletazos alados. El toro fue bueno y alcanzó el indulto, sin embargo, más que bravo era noble. Los delantales sirvieron de recepción capotera y Gaona fue rememorado en los lances del quite. En el último tercio, sin prólogo citó de largo para el primer natural. Después, se expresó en seriales de redondos por las dos manos. Cada muletazo era un símbolo, un fragmento de inmortalidad, una hoguera ardiendo, una demostración de fatalismo.
Bastaron tres comparecencias en toda la temporada. Por la Puerta de los Cónsules José Tomás salía de la plaza, esta vez, buscado por una paloma diferente, la del atributo de Venus. La mañana inolvidable se deshizo por las calles. A golpes de toreo clásico había convertido la vida en un sueño, en una quimera, en un privilegio. Los filósofos estoicos, Séneca, Marco Aurelio, Epicteto y Cicerón, ante la obra del torero de Galapagar, de nueva cuenta masticaban el acertijo: “la verdad es belleza y la belleza es verdad”, estupefactos, más que hace dos mil años.