En la cultura del Valle de Tejodí era costumbre que el rey de la región imitara el comportamiento de los animales de la región. El rey y sus súbditos, por alguna razón desconocida, mostraban una gran preferencia por imitar al ajolote que nada torpemente en las charcas, al orgulloso pavo real o al torpe avestruz que se esconde —según ella— metiendo la cabeza en un agujero.
Cuenta la leyenda que el pueblo del Valle de Tejodí se vio atacado por otras tribus salvajes que irrumpieron taimadamente corrompiendo todo, atacando a sus recelosos y arrogantes, pero pacíficos, habitantes.
Entraban a sus casas y robaban y asesinaban a sus habitantes con impunidad absoluta, era imposible pasear por sus plazas y hermosos callejones sin que pusieran en juego sus vidas. Las mulas, su transporte, les eran arrebatados a base de golpes, y si se resistían les quitaban la vida sin piedad. En fin, aquel tranquilo Tejodí se convirtió en un lugar aterrador, en un edén tan falso como cualquier partido político.
El pueblo acudía constantemente al rey implorando su ayuda y la de su séquito, pero la única respuesta que recibían era el montaje “apantallador” de un majestuoso baile de avestruces, dirigido por el rey en persona, en donde a una orden de su majestad, todos escondían sus coronadas testas en el agujero más cercano. Imitaban al avestruz como si con esto remediasen las críticas situaciones que les denunciaban. Pasado el evento, el rey imitaba nuevamente al pavo real y el baile y el festín continuaba.
Aquel hermoso y próspero pueblo de Tejodí pasó a la historia, su pasado brillante prácticamente desapareció. Sus habitantes terminaron haciendo ollitas de cerámica y vendiendo camotes a los pueblos vecinos. Cuenta la leyenda el rey murió al verse los pies, las patas, como los pavoreales. Dicen que su espíritu aun deambula allá en el cerro.
Tejodí no ha vuelto a ser el mismo, hoy es un pueblo sin orgullo, hundido en la confusión y en una corrupción incontrolable; sobre todo en los pueblos que rodean al valle.