Aunque parezca una sola, la realidad es que son cuando menos cinco las guerras que se libran en el campo de batalla electoral.
Una es la elección del 7 de julio, y otras cuatro muy distintas son las guerras que diariamente enfrentamos los poblanos.
Sin duda, la más caliente es la del círculo rojo, en donde la clase política se lanza misiles diariamente para tratar de sacar la mejor parte con el menor número de bajas; y es la más sangrienta, porque además de la frontal se desata una guerra de guerrillas en donde el “fuego amigo” suele ser el más peligroso.
Otra guerra la libran los operadores, los de tierra y los que viven en el subsuelo citadino, aquellos que se esconden en las alcantarillas para aparecer de noche robando propaganda y lanzando volantes impresos con veneno en vez de tinta.
La otra guerra es la que lanzan los “genios” de la mercadotecnia política, ya sea a través de spots, de espectaculares o de pendones, en donde los únicos lesionados somos los posibles votantes, que terminamos vomitando a los candidatos por culpa de esos excesos promocionales.
Y la más importante —y menos beligerante— es la del ciudadano común, la que se realiza de boca en boca, la que hacen los verdaderos comunicadores de la ciudad, que no son otros que quienes hacen circular su preferencia del grueso del electorado.
Le aclaro que al decir comunicadores no le hablo de periodistas ni conductores de radio o televisión. Me refiero al taxista, al bolero, al mesero, a la memelera, a la marchanta, a señora de la casa —dijera el “Preciso”—, al tendero, al peluquero, al bañero y al jardinero, por citar sólo a algunos.
Esos personajes son los que hacen la otra guerra. Las más sana y la más auténtica. La que no se mueve con un mandil o una despensa. La que no se condiciona por un bulto de cemento. La que no chantajea a cambio del voto.
Esos poblanos que inocentemente vuelven a creer en los políticos en cada elección, sin saber lo que realmente está en juego y son los que lamentablemente resultan olvidados por quienes premian la extorsión electoral.
Para nadie es un secreto que la compra de votos es una práctica común y que termina marcando la diferencia en una elección cerrada como la que se avecina.
Y en esa compra de votos se derrochan millones y millones para garantizar cuando menos un 10 por ciento del total de los votos, para así marcar la diferencia.
Dinero que —en caso de triunfo— recuperarán en el primer año de gobierno, para que en los años restantes llenen el cochinito con miras en la siguiente elección. 
En una columna reciente les describí la forma en la que el Señor de los Cerros movió en conjunto con los operadores de la maestra Elba Esther más de 100 mil votos en 2010.
Tristemente, la compra de votos —a la que elegantemente le llaman movilización electoral— es la guerra para la que se preparan los equipos de campaña, olvidándose de quienes realmente votan, creyendo con más ilusión que conciencia que esta vez las cosas sí cambiarán.
Y todo para que al día siguiente a la batalla nos demos cuenta que son muy pocos los verdaderos ganadores y miles los vencidos.
Basta con preguntar a quienes celebraron el triunfo morenovallista en 2010, si sus vidas han cambiado, para saber que salvo el círculo cerrado del gobernador, todos resultaron damnificados.
Pero, eso sí, hoy todos estamos en guerra.